Leer La genealogía de la moral no es, ni siquiera de lejos, un ejercicio académico, ni una práctica de erudición inofensiva; es, más bien, un asalto, una experiencia que obliga a desarmar las convicciones más arraigadas, a poner en suspenso todo aquello que hasta ahora se presentaba como evidente, natural o moralmente intocable, y que se exhibía bajo la apariencia de una autoridad que no admite cuestionamiento. Nietzsche no se propone instruir ni reconciliar, y menos aún consolar: su objetivo es someter al pensamiento a un examen despiadado, a un enfrentamiento con el origen oscuro, contradictorio y profundamente humano de los valores que hasta hoy se veneran como doradas convicciones, y que en realidad emergen de resentimientos, de voluntades debilitadas, de interiorizaciones de crueldad y de estrategias históricas de dominio y auto-sujeción, mostrando que aquello que se proclama elevado y eterno no es más que la expresión velada de fuerzas humanas, contingentes, contradictorias y, con frecuencia, crueles.
En este sentido —y aquí el parentesco es estructural, no anecdótico— Nietzsche comparte con Marx una misma actitud crítica fundamental: ambos ejercen una crítica del fetichismo, entendida no como simple denuncia ideológica, sino como operación de esclarecimiento radical allí donde una forma histórica se ha autonomizado hasta presentarse como naturaleza. En ambos casos el pensamiento interviene para devolver a la superficie aquello que ha sido ocultado por el éxito mismo de una determinada forma de valoración.
En Marx, el fetiche se cristaliza en la forma mercancía: el valor aparece como una propiedad objetiva de las cosas, el trabajo desaparece de la vista, y las relaciones sociales entre los hombres se transforman en relaciones entre cosas, hasta el punto de asumir el aspecto de una legalidad autónoma e inexorable. Lo histórico se congela en necesidad; lo producido se disfraza de dado.
En Nietzsche, el fetiche adopta una forma distinta, pero no menos eficaz: la de los valores morales que se proclaman universales, desinteresados y eternos. El bien, el mal, la culpa, el deber, la responsabilidad; todos ellos se ofrecen como evidencias morales cuando, en realidad, son el resultado de un prolongado proceso de inversión de valores, de interiorización de la crueldad, de triunfo del resentimiento y de consolidación de una moral reactiva que ha aprendido a presentarse como virtud.
La genealogía no interroga a los valores por su validez, sino por su procedencia (Herkunft) y por su emergencia (Entstehung); no pregunta qué significan, sino qué fuerzas hablan a través de ellos, qué tipo de voluntad de poder se expresa en su instauración y, sobre todo, qué relación mantienen con la vida. Mientras que el canto de sirena de la moral afirma elevar al hombre, la genealogía muestra con frecuencia un proceso de domesticación; en los casos donde se invoca la pureza de la intención, descubre una economía del sufrimiento y una administración minuciosa de la culpa.
Tanto en Marx como en Nietzsche la crítica no se dirige primariamente a la conciencia, antes bien a la forma de existencia: no se trata de refutar ideas falsas, sino de exhibir los síntomas de una forma de vida que necesita ocultar activamente su génesis, sus pies de barro, para poder sostenerse. La moral, como la mercancía, es un fenómeno que sólo puede ejercer su poder a condición de borrar las huellas de su producción.
La pregunta decisiva que Nietzsche fuerza —y que hace de La genealogía de la moral un libro peligroso— no es si nuestros valores son verdaderos, en vez de ello si son afirmativos o reactivos, si intensifican la potencia de la vida o si la vuelven sospechosa de sí misma, culpable de su propia fuerza. Nietzsche no propone una nueva tabla moral ni una redención futura; exige, más bien, la dureza necesaria para soportar un pensamiento sin garantías trascendentes y la responsabilidad de crear valores es los casos donde ya no es posible refugiarse en ficciones consoladoras.
Esta obra, o caricia de rayo, pertenece a esos textos destinados a épocas de agotamiento espiritual, a momentos en que los valores continúan ejerciendo su dominio con la solemnidad de costumbre, aunque hayan perdido por completo la capacidad de justificarlo; es una obra contra el ideal ascético y sus purgas, contra la mala conciencia que acecha en la interiorización de la culpa, contra toda moral que convierte la existencia misma en un territorio de negación, de auto-restricción y de vigilancia constante, de tal modo que vivir se vuelve, en apariencia, un acto tolerado únicamente bajo coacción interna.
Leerla significa perder definitivamente ciertas inocencias, aceptar el riesgo de una exposición descarnada ante la historia de los valores y de sus raíces en resentimientos, en voluntades debilitadas y en estrategias de auto-subordinación; y sólo quien puede asumir tal pérdida está en condiciones de pensar con rigor y vigor, dispuesto a sostener la mirada sin refugios y a reconocer que toda creación auténtica comienza allí donde lo sagrado y lo dado ha sido despojado de su disfraz.
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