El fin como horizonte de nuestro operar
Para Aristóteles casi todas nuestras acciones están encaminadas hacia
un fin bien delimitado. Por ejemplo, la manzana que devoro ávidamente
tiene como objetivo satisfacer el hambre que en ese momento me agobia. Y
en ese sentido la manzana pasa de ser un objetivo a convertirse en medio
para satisfacer mi descomunal hambre. Sin embargo esa necesidad, que con
la manzana sacié, volverá y será la repetición constante la que me
ayudará a que tal necesidad se siga satisfaciendo en el futuro. El agua
que tomamos tiene por lo menos dos objetivos uno más evidente y otro
menos evidente; el más evidente es para saciar esa sed monstruosa que
nos flagela en pleno verano después de caminar o correr; el menos
evidente es para mantener nuestros riñones en buen estado y para que
sigan funcionando correctamente. Y de ser objetivos se convierten en
simples medios para lograr algo: el buen funcionamiento de los riñones y
el cuerpo.
Es obvio, pienso yo, que la respuesta a
la necesidad tiene que ser proporcional a aquella. Por ejemplo, si yo
tengo hambre no trataré de saciarla mediante la lectura de un libro o
viendo un partido de fútbol. El hambre solo puede ser saciada por el
alimento, ese es el fin de la comida, satisfacer nuestra necesidad en ese
momento. Lo mismo con la sed, solo puede ser saciada con el agua. Es por
eso que no pienso que el celibato sea algo genuino y saludable, no pienso
que el deseo sexual pueda ser eliminado y saciado por la oración y la
realización de otras actividades que distraigan al candidato al
sacerdocio.
Nuestra vida está compuesta por una serie
de objetivos los cuales se buscan materializar, pero una vez logrados,
éstos se convierten en medios y remiten a otros objetivos y así en una
cadena de objetivos y medios sin un aparente final. Sin embargo,
Aristóteles cree que existe un fin último al cual todo nuestro operar está
dirigido y que, una vez alcanzado, no remite a otro medio. Este fin último
es la felicidad. Todos nuestros actos están encaminados a conseguir el fin
último, el cual no remite a otro fin, que es la felicidad.
La felicidad como el fin último de nuestro operar
Para Aristóteles la felicidad, concepto que en su sistema adquiere un
sentido más amplio del que hoy tenemos de él, es un bien supremo es,
lacónicamente dicho, el estado de absoluta realización. No es algo
superficial, es el fin de todos los fines. Quien logra tal fin, será feliz
y no experimentará tantos tormentos como los que experimentan la mayoría
de los hombres y mujeres de hoy y de siempre. Lograr tal fin hace
delectable la vida.
Ya que no es un medio, tiene que ser lograda de una forma metódica,
como un hábito continuado, no de una manera así arrebatada. Además,
antes que lo olvide, es preciso decir que sólo seremos felices en
comunidad, con otros, en la polis. Por eso se debe alcanzar el bien
común. Dado que el ser humano es un animal social, racional y político
es posible que sea capaz de objetivar el bien común, eso es fundamental
para lograr la felicidad.
La prudencia, virtud clave para adquirir la felicidad
Aristóteles cree que a la felicidad se llega a través de la práctica de
las virtudes, las cuales permiten alcanzar la excelencia, de todas
aquellas, la más importante es la prudencia. Cuanto más se practique la
prudencia mayor será el grado de felicidad que se logrará. La mayoría de
sujetos que se alejan de la prudencia sufren de una falta de felicidad. La
prudencia es la que permite que el sujeto supere los excesos. Es una
especie de punto medio. Quien no supera los excesos, es candidato serio
para no ser feliz. Por ejemplo, el comer es algo sin lo cual nuestra
existencia se vería en peligro o comprometida, pero el exceso de aquella
podría causar serios daños a nuestra salud en general. La cuestión del
vicio, el antónimo de la virtud, que se manifiesta como exceso o como
defecto, lo explica muy bien Aristóteles en su doctrina sobre el justo
medio. Para Aristóteles la virtud moral es el justo medio entre dos
extremos; la valentía es el justo medio entre cobardía y temeridad.
Cualquiera de los dos extremos es defectuoso. El hombre prudente, sabio y
con ansias de ser feliz estará en el medio, en la virtud.
Todos sabemos que a la prudencia llegamos a través de otros y de nuestros propios esfuerzos. La familia es, por ejemplo, el primer lugar donde la prudencia debe adquirirse, sin una buena educación por parte de los padres a sus hijos, será difícil de que aquellos logren en el futuro conquistar tal virtud. La escuela debería ser otra institución donde tal virtud tendría que ser fortalecida. Pero si los padres, profesores y religiosos que los educan no son lo suficientemente prudentes, a los niños se les hará difícil conquistar tal virtud. Es por ello que es de vital importancia recalcar que las personas que están a cargo de los neófitos deben ser sujetos extremadamente virtuosos y no sujetos peligrosos por la desbordada ignorancia que puedan ostentar. Hay muchos maestros que producto de su ignorancia, irresponsabilidad y mala fe hacen daños irreversibles a muchos niños y niñas.
Cuando una persona llega a una edad lo suficientemente madura puede por
él mismo hacerse más virtuoso, pero para lograrlo tiene que mantener el
equilibro y la racionalidad en su actuar. Mas si ese no es el caso, el
sufrimiento por la práctica del vicio, se cree que le ayudará a que vuelva
a los caminos de la virtud.
En fin, la felicidad y la racionalidad están estrechamente unidas. Sin la virtud, es imposible ser plenamente feliz; sin la prudencia y la aplicación de la doctrina del justo medio, no hay forma de ser virtuosos.
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