sábado, 29 de junio de 2024

Abajo la Verborrea: Un Manifiesto Contra la Oscuridad y la Complejidad Innecesaria en Filosofía

Abajo la Verborrea: Un Manifiesto Contra la Oscuridad y la Complejidad Innecesaria en Filosofía


Los filósofos de verdad so intempestivos, inactuales, mientras que los falsos, los de mentira, son históricos. Los filósofos de mentira, esos ilustres guardianes del saber, esos amantes del conocimiento que se escandalizan cuando uno define esta disciplina como el “signo más elevado del amor al cuerpo, a la carne, al individuo, a la tierra y a la naturaleza”—  sufren de una fobia peculiar: la claridad. Dicen:“tenemos miedo que nos entiendan”. Imagínense el espanto de un pobre filósofo al contemplar sus ideas desnudas, escuálidas y  sin el ropaje de la jerga enrevesada. ¡Qué horror si el lector común entendiera sus profundos pensamientos y los hallara triviales! Mejor envolvamos todo en un manto de abstracciones y tecnicismos, no sea que alguien, en un ataque de lucidez, descubra que, tras toda esa parafernalia, no se esconde más que una obviedad disfrazada de genialidad. De ese modo, los filósofos pueden seguir caminando erguidos en su enrarecida torre de marfil, seguros de que nadie, excepto otros iniciados en el arte de la oscuridad literaria, los cuestionará. Pero en esta torre de marfil del pensamiento idealista, las palabras se multiplican, pero la verdad se evapora.


Lo repito nuevamente, me da la sensación que los filósofos del engaño que se aferran a la verborrea y al sesquipedalismo, empeñados en decir en mil palabras lo que podría expresarse en diez, revelan una falta de claridad y honestidad intelectual. Prefieren enredar la filosofía en un laberinto lingüístico, creyendo erróneamente que la complejidad lingüística equivale a profundidad filosófica. Temen que una exposición sencilla y accesible haga evidente la superficialidad de sus ideas, por lo que adornan sus escritos con jerga innecesaria y frases grandilocuentes para crear la ilusión de profundidad. En su afán por parecer eruditos y trascendentes, desconectan su pensamiento del público general y perpetúan —conscientes o no— una elitización intelectual innecesaria que aliena en vez de iluminar.



Los filósofos tradicionales de universidad, mendaces en grado sumo, esos sucursaleros  baratos, esos engolados reverendos del dogma, parecen más preocupados por mantener su aura de académicos empolvados que por conectar con la realidad actual de los estudiantes. Estos oráculos de lo obvio, con su retórica inflada y vacía, se presentan como sofistas pomposos, pontificando desde sus pedantes sillones. Actúan como sacerdotes del absolutismo, presentando sus ideas como verdades incuestionables, mientras se pierden como arcontes de la abstracción en conceptos sin conexión con la vida real. Esos epígonos del idealismo son los  gurús del sinsentido; son una vergüenza: sus enseñanzas inútiles y sin propósito, más propios de faraones del formalismo; están obsesionados con la forma y el método. No son más que charlatanes metafísicos, estatutarios parlantes rígidos y repetitivos, profetas del pasado que dependen de ideas antiguas y desfasadas. Carroñeros que viven de los restos de los verdaderos filósofos. Con su tendencia a la confusión, estos catedráticos de la confusión ofrecen teorías complejas e innecesarias, convirtiéndose en pedagogos del aburrimiento, cuyas enseñanzas son tediosas y poco inspiradoras.


Los profesores universitarios que se dedican a idolatrar a los grandes colosos del pensamiento, envueltos en su verborrea académica, que quede claro, no hacen más que perpetuar un ciclo de oscuridad y elitismo intelectual. En vez de desentrañar, tal como debiera ser,  las complejas ideas de estos filósofos y presentarlas de manera accesible y relevante para los problemas contemporáneos, se pierden en un laberinto de citas y referencias eruditas que poco aportan al entendimiento práctico. Su devoción a las figuras icónicas de la filosofía se convierte en una especie de culto estéril, alejado de las realidades tangibles y urgentes que enfrenta la humanidad. Al final, se conforman con impresionar a sus pares con su conocimiento enciclopédico; olvidan que la verdadera grandeza filosófica reside en la capacidad de esclarecer, de conectar el pensamiento abstracto con la vida concreta y de iluminar el camino hacia un mundo mejor y más justo.


¿Estoy errado? Tomen a los principales filósofos de la historia como ejemplos paradigmáticos. Desde Platón, con sus elevadas teorías de las formas, hasta Kant, con sus complejas categorías y su "Ding an sich", pasando por Hegel, con su dialéctica enmarañada y conceptos como "Aufhebung" y "Geist". Parecen deleitarse en hacer de la comprensión un desafío hercúleo. 


Heidegger, por su parte, no se queda atrás, envuelve sus pensamientos en términos como "Dasein" y "Sein-zum-Tode", creando así un laberinto lingüístico donde solo los más intrépidos se atreven a aventurarse. Incluso Wittgenstein, medio continental y medio analítico, con su análisis del lenguaje, a veces se pierde, sin mapa y sin brújula, en el enigma de sus propias proposiciones. Estos maestros de la opacidad, de la mentira y la hipocresía intelectual, creen que todo el mundo es demasiado tonto para entenderlos. Tal vez sea así. Sin embargo, aquellos de nosotros que logramos desentrañar sus obras sabemos que, en el fondo, lo que dicen no son más que prejuicios y nimiedades de  naturaleza  frívola. La ironía es que, en su afán por parecer profundos, muchos de estos filósofos idealistas terminan diciendo cosas que, cuando se despojan de su verborrea, son de una trivialidad aplastante. Lo que se presenta como una gran revelación, con tambores y vítores, no es más que una serie de observaciones obvias envueltas en un lenguaje tan arcano que hasta un borrachín de la calle podría expresarlo en una noche de juerga, y probablemente con mayor claridad.


Los filósofos idealistas aman la oscuridad. El idealista prefiere la niebla de la abstracción a la claridad del día, porque teme enfrentarse a la dura realidad de la vida. Esta desconexión con la realidad material es una nota constitutiva de cualquier forma de idealismo. El idealismo minimiza o incluso niega abiertamente la importancia de la realidad material y concreta. Este enfoque, por su naturaleza fetichista, lleva a una desconexión de los problemas reales y tangibles que enfrentan los seres humanos, como la pobreza, el hambre, la enfermedad y la degradación ambiental. Al centrarse en ideas y conceptos abstractos, el idealismo ignorara las necesidades prácticas y urgentes de la humanidad. En su intento de trascender la realidad material, ha creado un mundo de ideas tan densas y recargadas que solo unos pocos pueden seguirles el rastro, y esos pocos suelen ser aquellos que ya están predispuestos a aceptar su validez sin demasiadas preguntas.


Este culto a la oscuridad tiene un efecto pernicioso: desvía la filosofía de su verdadero propósito, que es el de esclarecer, no el de oscurecer. La filosofía debería ser una herramienta para comprender y modificar el mundo interno, no una vil barrera que lo separe en castas intelectuales. En vez de utilizar la claridad como un vehículo para la comunicación y la comprensión, los idealistas han optado por la oscuridad como un medio eficaz para mantener su estatus y autoridad.


Señores, amigos de calaveras de conceptos, la claridad no es el enemigo de la profundidad; es su aliada. Los filósofos que temen escribir con claridad no protegen sus ideas, sino que las ahogan en un mar de palabras innecesarias. Es hora de que la filosofía recupere su propósito original: el de iluminar, no el de oscurecer. Y es hora de que dejemos de reverenciar a los maestros de la oscuridad y empecemos a valorar a aquellos que, con valentía, se atreven a ser claros, que no solo abordan las abstracciones elevadas, sino también las realidades materiales y urgentes que afectan a la humanidad.


En este manifiesto, hacemos un llamado a la luz. Que la filosofía sea una guía clara y accesible para todos, un faro que ilumine nuestro entendimiento y nos conecte con el mundo real. Que los filósofos abracen la claridad y, al hacerlo, recuperen el verdadero poder de sus ideas para transformar nuestras vidas y nuestra sociedad. Que se atrevan a hablar con sencillez y profundidad, enfrentándose a las realidades concretas y urgentes de nuestro tiempo, y así devolverle a la filosofía su verdadero propósito: el de ser una herramienta de transformación y comprensión para todos, no solo para unos pocos.

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