Por: Víctor Salmerón
No somos reactivos. Esta afirmación no es gratuita. Nuestra liviandad de espíritu es nuestro mayor argumento. Abandonemos los circunloquios: ha llegado el momento de externar todo eso que se agazapa en el mundo subterráneo de nuestro pecho. Detengámonos a la vera del camino y escuchemos a nuestra gran razón, nuestro cuerpo. ¿Somos honestos? En verdad, no condenamos a la realidad ni la odiamos por su complejidad, tampoco suscribimos con la tesis pútrida de que la vida carezca de valor, no culpamos a nadie de nuestras miserias y penurias, no nos odiamos a nosotros mismos, no nos asustamos de nuestras tres manos, doce dedos y tres ojos, no nos culpamos a nosotros mismos de nuestras debilidades físicas y espirituales, de nuestra limitación, no somos cristianos; en una palabra, no condenamos a la vida ni a su incesante movimiento. ¿Qué hay de más honesto que esta fidelidad con lo real, que estas ganas genuinas de vivir en el derroche, en la exuberancia o debajo de un puente si no hay opción, de mirar lo simple y lo complejo, lo lejano y lo cercano, lo feo y lo bello, y de sentir este aire frío, esta calidez, este miedo, esta angustia, esta alegría de decir sí a una realidad cambiante? ¿Somos lógicos y coherentes? Más que eso, somos caos, somos amigos de la vida. Nuestra lógica es la lógica del espíritu, que está más allá de la identidad, es la lógica de la vida, del caos, del ser. Estas virtudes, alabadas por los cobardes y exaltadas por los enemigos de la vida activa, siempre se ven superadas por el descomunal movimiento del devenir inocente.
Me es lícito, pues, preguntar lo siguiente: ¿Y si la mayoría de las creaciones realizadas por el ingenio humano, de las que hoy nos sentimos orgullosos, han surgido de conciencias estrechas y repletas de resentimiento y no desde una dilatada riqueza de espíritu? ¿Y si desde el espíritu reactivo hemos sido capaces de construir todo este imperio científico y cultural, cómo sería si se construyera desde una fuerza activa y desde un espíritu afirmador y libre de esa negatividad que caracteriza al alma rencorosa y débil que busca afirmarse a sí misma negando lo que ella no es?
No somos nihilistas. Somos afirmativos. Afirmamos la vida y el devenir. El nihilismo consta de tres variantes: el resentimiento, la mala conciencia y el ascetismo. Se podría interpretar el nihilismo como una intensa emoción represiva y un resentimiento hacia la vida y el devenir. A través de las enseñanzas de Platón y Sócrates, se aprendió a despreciar y culpar a la realidad de los sentidos. El resentimiento que les generó el cambio, lo mudable, lo imperfecto y lo efímero los condujo a desvalorizar el mundo sensible. Por su parte, la religión judía enseñó a culpar a aquellos que no pertenecían a su estirpe, a los seres humanos diferentes, a los paganos. Es posible que el primer gran nacionalismo haya sido el judío. A su criterio, los no judíos desataban la ira del buen Dios que, en ocasiones, los azotaba. Con el cristianismo, el ser humano aprendió a culparse a sí mismo, a odiarse por su miserable condición pecaminosa. Los santos fueron una de las manifestaciones más descarnadas de odio enfermizo contra la vida; una locura social y religiosamente validada, pero en último término, locura y necedad. Por otro lado, la ciencia menosprecia la subjetividad, la individualidad y la diferencia, en favor de una objetividad fría y ajena al individuo. Solo cuando logremos invertir por completo ese proceso de valoración y razonamiento, podremos construir una sociedad activa y afirmativa, capaz de decir sí a una vida alegre y creadora. Los valores judeocristianos y la objetividad descarnada del cientificismo son modos de ascetismo vulgar.
Vamos al mercado, como Zaratustra, pero no somos del mercado. Nuestra tierra, nuestro agua y nuestro aire están aquí, en estas montañas, en este suelo abonado donde nuestras raíces se extienden tanto en profundidad como en extensión, y nuestro arbusto asciende apuntando hacia las estrellas. ¿Debo ponerme la máscara y quitarme el sombrero? ¿Acaso una subjetividad dilatada, en sintonía con el devenir, con lo trágico, con lo alegre, puede ser soportada en su totalidad sin causar más daño que bien? ¿Quién ha visto la muerte y ha vuelto para contarlo? Aquí, que quede claro, no se le recomienda a nadie mirar el sol directamente en un caluroso mediodía de verano por un período prolongado.
Mis pensamientos, como los frutos maduros de un árbol de mango, ansían desgajarse y precipitarse hacia el suelo con la cadencia de un subfusil, como si estuvieran ansiosos por besar la tierra, y en verdad, así lo desean porque la aman más que al cielo y sus moradas. Están impacientes, como la lujuria reprimida de un santo, por liberarse de las ramas que los contienen y rendirse a la gravedad. Ya es hora de externar nuestra voz clarividente, sentido y razón en medio de este ruido monstruoso, bufonesco, que impide escuchar cualquier sonido ontológico y sensato, de quitar la tapa que impide que nuestros hervores salgan a la superficie, de poner al descubierto a las moscas venenosas y su zumbido estridente, de ser incinerados en el mercado mientras los bufones observan con impasibilidad. Hay más verdad en una línea escrita con el inconsciente que en 1000 ensayos académicos.
No somos fantasmas. El hecho de que no seamos visibles, como lo son las figuras y las estrellas del pop, la música urbana, el fútbol, la política, etc., para "los muchos" de que nuestra voz diáfana no ruja como el océano en el mundo virtual, el nuevo platonismo de las masas de hoy día; de que nuestros pasos de elefantes sean imperceptibles para los oídos sucios de esta sociedad frívola, es una poderosa prueba —irrefutable quizá— de nuestra valía, potencia y fuerza vital. Vivo en una sociedad cada vez más obsesionada con la auto-preservación, pavorosa al peligro, queriendo siempre evitar lo más que se pueda todo aquello que le duele al cuerpo y que le provoca chichones al espíritu. Pero, tal como yo lo veo, todo esto no es más que una clara manifestación del eterno anhelo de indeterminación presente en toda forma de vida reactiva, aquella que es incapaz de reconciliarse con lo no-yo, la naturaleza.
"Hay que progresar y avanzar," dicen algunos; "el tiempo es oro, hay que aprovecharlo," dicen otros. La pregunta es: ¿a dónde queremos llegar y por qué la prisa? ¿Al semáforo en rojo? ¿Por qué ir tan rápido si se podría ir más lento? ¿Hacia dónde y por qué? ¿En busca de qué o de quién va el ser humano? Este, aunque no lo sepa, está en busca de Dios o, dicho con más claridad, de la nada; está en búsqueda de la indeterminación, de un estado de materia más simple. Le abruma lo complejo, por eso se han inventado metáforas sobre el cuerpo para no aceptarlo tal como es: complejo. Con cada avance que hace la vida más fácil para el individuo, nos acercamos más a la suprema indeterminación. Sin embargo, como es bien sabido, este avance ignora lo "no-yo" y también es hostil al "yo", ya que al no respetar la condición de posibilidad de su existencia, es decir, la naturaleza, destruye la posibilidad que constituye su "yo". El progreso, como mecanismo simplificador de la existencia humana, no es más que una búsqueda desesperada de indeterminación. El ser humano al querer eliminar lo complejo y lo caótico, está aniquilando también la vida. Esto no es nuevo, ya que los humanos casi nunca pueden llamar a las cosas por su verdadero nombre. En lugar de admitir que no encuentran nada digno de querer en el mundo y que por eso se vuelven hacia la nada, dicen que solo buscan la verdad, Dios, el bien en sí, la cosa en sí, etc. A la fatalidad le ponen indumentarias que se usan en las fiestas.
Vivimos en una sociedad en la que estamos cada día más domesticados. Prueba de ello es la incapacidad de dejar los teléfonos ¿inteligentes?, de despegarse de Netflix y dejar por un periodo prolongado las redes sociales. En esta época, no se necesita ejércitos ni violencia positiva para domesticar al ser humano, este es débil y su voluntad de señorío está encarcelada y subyugada por las fuerzas reactivas, la violencia es negativa como dice Erich Fromm. El individuo es incapaz de escucharse asimismo, de obedecer a su voluntad de señorío, pálida como el papel bond, de obedecer a la voluntad de crear.
Existen dos tipos de individuos: el activo y el reactivo. Del segundo se desprende un tercero, pero este último es el menos relevante, pues son la mayoría, los minerales, los inconscientes, los dormidos. Cuando Nietzsche habla del superhombre, se refiere, por supuesto, al individuo activo. El reactivo es metafóricamente hablando un camello o un león: un animal de carga o un destructor de valores. Pero el activo es pura afirmación, su negación solo es colateral, pertenece a un no sagrado. Es plena afirmación porque es buena consciencia. No da cabida al resentimiento, a la culpabilidad ni al ascetismo. Estos tipos son expresiones y síntomas de la vida, ya sea que ésta esté sana o enferma. El reactivo se caracteriza por buscar el reposo, mientras que el activo está consciente del dinamismo de la vida y se deja llevar por su corriente, abandonándose a la suerte, al azar.
El individuo reactivo abraza a la cultura de la inmediatez. La cultura de la inmediatez es una tendencia social, común de la modernidad tardía que se ha visto impulsada significativamente por la revolución digital. Asimismo, esta se caracteriza por la aceleración general de los ritmos de vida y la búsqueda constante de satisfacción inmediata de deseos y necesidades. Sin embargo, esa ansia exasperada genera un profundo sentimiento de insatisfacción en los individuos de los diferentes estratos sociales. Se cree que la Globalización y la cultura de consumo han hecho posible esta cultura de la inmediatez. Por otro lado, la cultura de la inmediatez se caracteriza, además, por una sobreestimulación constante. Las redes sociales sirven para ejemplificar lo que se ha dicho. Por ejemplo, el bombardeo infinito de imágenes y videos en su mayoría frívolos es un caldo de cultivo ideal para aumentar el espíritu irreflexivo y distraído. Asimismo, esta tendencia parece estar abocada a la gratificación instantánea; además, es incapaz de madurar frutos saludables ni de esforzarse por crear obras maestras que demanden mayor tiempo y paciencia. Al parecer hace ya algún tiempo que no se ve un don Quijote de la Mancha o un Dante y su Divina Comedia. Esta cultura decadente puede considerarse como una expresión del concepto del "último hombre" que Nietzsche describe en el Zaratustra.
Por otro lado, el individuo reactivo es un ser obsesionado con el orden, la disciplina, lo políticamente correcto y todo aquello que conduzca a una cierta armonía. Por lo mismo, su lógica, su ciencia y su matemática son sus baluartes. Por el contrario, el desorden, lo dionisíaco, lo irracional y lo caótico lo quieren erradicar; en consecuencia, todo aquello que se presenta abruptamente y rompe con sus dispositivos hermenéuticos lo quieren re-territorializar, a saber, engullirlo en su totalidad platónica armoniosa. Por eso «yo os digo: es preciso tener todavía caos dentro de sí para poder dar a luz una estrella danzarina» (Nietzsche, s.f., p. 9). Es evidente que son los fetichistas, los eternos enemigos de la realidad, los que tienen una imagen invertida de la vida, como algo armonioso y pacífico sin contradicciones, como son incapaces de aceptarla tal como es; inventan una a la altura de su mediocridad y resentimiento.
Los espíritus afirmativos no se resienten con la vida ni con el devenir, aceptan lo trágico como una expresión de Dionisos y Apolo. Sin caos, dice Nietzsche, no es posible alumbrar a una estrella danzarina. Nietzsche enfáticamente hace alusión a la estrella danzarina pues es una de las características principales de Dionysos, es el Dios que sabe bailar. La categoría que está detrás de todo el filosofar Nietzscheano es la vida, en su filosofía se respira la vida.
Para el último hombre, el reactivo, advierte Nietzsche, ya no existe posibilidad de dar a luz ninguna estrella. Claro está que al abrazar la vida reactiva, la pesada, que niega los instintos vitales ascendentes, dice no a la vida activa, que es liviana, que sabe danzar, que es alegre, orgullosa y creadora. Así pues, su rotundo no a la vida liviana implica un sí al mercado y a su pesadez, y un no a las montañas y su aire fuerte, que resfría a cualquier espíritu que no esté habituado a él y a su fuerza. El último hombre es un individuo más del mercado, su lugar topológico específico, en donde se presenta la mayor concentración de moscas venenosas, bufones, gentuza y despilfarro ontológico en general. Sólo el que pone verdaderamente en práctica el sentimiento (pathos) de distancia de ese lugar, antitético para cualquier forma de vida superior, puede llegar a parir una estrella de naturaleza danzarina.
No sé si esto es solo algo que yo vislumbro a lo lejos, pero me da la sensación de que una de las notas distintivas de esta época es el no querer decir nada. Muchas veces me he cuestionado si el arte contemporáneo realmente quiere decir algo o solo oculta su cansancio y falta de creatividad, su nihilismo. Nos ofrecen pinturas que pretenden ser una revelación divina, a lo Cash Luna, pero solo dejan perplejos nuestros sentidos y nos hacen preguntarnos si alguien olvidó encender la luz en la sala del museo. Y la música, ¡ay, la música! ¿Han oído esa cacofonía urbana que se hace llamar música? No se preocupen, no necesitan tapones para los oídos, sobre todo aquellos que conservan su cera como protección contra el ruido escandaloso de esta sociedad pestilente, solo necesitan un buen filtro para separar el ruido de las verdaderas melodías. Parece que los adolescentes de hoy solo se interesan en cantarle al sexo, las drogas y el dinero. ¡Qué originalidad! ¡Qué manera de explorar nuevas temáticas! Si al menos hubiera un poco más de sustancia en sus letras, quizás podríamos perdonarles su obsesión hedonista.. Existen honrosas excepciones, pero son demasiado escasas.
El sinsentido de la sociedad actual se puede apreciar en la manera en que se mueve el individuo tanto en el ámbito práctico como en el teórico. Pues bien, el operar como un autómata es algo característico de la sociedad contemporánea, vista esta como la sociedad del último hombre nietzscheano. Por ejemplo, el trabajo se vuelve cada vez más abstracto, como lo advirtió Marx. Pues bien, el individuo es cada vez menos amo de su quehacer, con la irrupción del capitalismo se ha metamorfoseado en una actividad cada vez más desligada, alienante, del trabajador. Así, un trabajador de una cadena de producción realiza tareas repetitivas y monótonas sin tener la oportunidad de tomar decisiones o de ser creativo, no figura en el mapa existencial de la empresa como sujeto activo sino como simple engranaje, una pieza más de uso de ese lugar determinado. Siguiendo con la misma idea, el trabajador deviene una determinación más del espacio laboral, una máquina más. Sin embargo, él se mantendrá indiferente a esa realidad pues su miedo a desafiar la autoridad establecida o ejercer la propia le pondría en peligro su corporalidad viviente, ese miedo cobarde lo paraliza y lo mantiene en la mediocridad que caracteriza al último hombre, el más horrible de los hombres.
Lo inter-subjetivo y lo artístico se ven inmersos en este sinsentido, asimismo. En lo que respecta a las relaciones interpersonales, por ejemplo, los lazos que nos conectan con los otros son cada vez más endebles, superficiales e incapaces de resistir un verdadero acercamiento con los demás. Por otro lado, cada vez hay más novelas caballerescas, más obras de arte enfocadas principalmente en obtener beneficios pecuniarios y no en cultivar a los receptores, lejos están estas de las grandes obras maestras. Pues, como predijo Nietzsche, nada grande, ni una estrella danzarina, puede surgir de la cultura domeñada por el último hombre.
En lo que respecta al aspecto teórico, muchos seres humanos se preocupan en demasía por obtener un título, que les asegure «un mejor futuro», que por formar un criterio sólido sobre lo que piensan y sienten acerca de la realidad en la que se mueven y están inmersos. De hecho, en muchas universidades, se sigue considerando como verdad el famoso paradigma platónico, a saber, el de la reminiscencia, que sugiere que el conocer es, simple y llanamente, recordar; por lo tanto, los exámenes que se realizan en tales instituciones educativas demandan mayor grado de memorización, restando así importancia a la comprensión y la creatividad estudiantil.
En tal sentido, el estudiante en la actualidad memoriza gran cantidad de información para aprobar un examen, sin realmente comprender ni reflexionar sobre el contenido de la misma. Esta pereza mental, tanto del maestro como del alumno, es una consecuencia de la decadencia del último hombre descrito por Nietzsche, está interesado en realizar el menor esfuerzo posible para mantenerse a salvo de cualquier tortura mental, es un individuo mediocre incapaz de ir más allá de los límites impuestos por la academia.
Es posible que detrás de la aparente objetividad en la que se refugia el espíritu del individuo contemporáneo, se esconda una profunda cobardía. Al aferrarse a esta objetividad, se niega la voluntad de crear verdades y de apreciar las cosas de manera diferente, de mirar con nuevos ojos y de sentir de formas distintas.
El pensamiento profundo solo puede aparecer a partir de un sufrimiento prolongado. Solo exponiéndose al fuego puede el poliducto derretirse y transformarse en una naturaleza viscosa. En mi caso, soy como un témpano de hielo derritiéndose debido a la luz solar. El no-yo, el otro y mi sufrimiento interior son la causa de mi pensamiento. El pensamiento verdadero solo puede surgir de un individuo que ha visto lo interno y lo externo de la realidad como nadie ha visto jamás, que ha sentido como nadie ha sentido, que ha amado con una pasión desbordante y ha pensado más allá de los límites establecidos por la mente convencional. No sé escribir de otro modo que no sea deshaciéndome en cada pensamiento que proceso y en cada palabra que escribo. Cada palabra que plasmo en el papel o el ordenador es una extensión de mi ser, una ventana a mi alma y un testimonio de mi camino en este mundo. Es mi manera de dejar una huella en el universo, de trascender el tiempo y el espacio, y de conectarme con aquellos que, como yo, buscan la verdad —la de la vida no la abstracta y egipcia— en cada rincón de la existencia. Por eso no escupo la realidad. Es, después de todo, esta noche oscura en la que no se ven ni las manos la que me permite observar el espectáculo celeste; sin ella, no podría ver las estrellas ni la cara rusa de la luna.
Los espíritus libres se caracterizan porque quieren decir algo; esto demuestra que están vivos, que sienten el fuego de la cultura que los incinera, al igual que a Zaratustra, el dolor y el placer de la existencia, y que miran de modo divino, no como los zombis del sistema. El espíritu reactivo no quiere mirar la realidad a la cara; por eso, en distintas épocas, ha cerrado los ojos y decidido ver cualquier cosa, sobre todo lo abstracto, pero no la realidad en sí misma. En un tiempo, se volcaron por completo al mundo ideal; hoy se entregan en cuerpo y alma a la realidad virtual. Tal parece que el ser humano solo sabe ir por los excesos. El no querer decir algo comprometedor es una nota rutilante del individuo reactivo. Asimismo, no quiere valorar de otro modo que no sea el establecido por individuos de su misma parentela. Antes de crear valores propios, una moral y una ética activas, prefiere absolutizar los que existen. Tampoco quiere amar de un modo que implique desafíos. Por eso es que en esta época abundan las relaciones promiscuas, y los divorcios no se quedan atrás en la escala. Estos sujetos no intentan pensar; dejan que otros piensen lo complejo por ellos. Huyen de cualquier sentir profundo y buscan desarrollar un sentir mecánico, medible y predecible como en ciencia. Es posible que la depresión, tan presente en este siglo, sea el resultado de una vida demasiado cómoda y libre de peligros contra la vida. El individuo de esta época es muy pasivo, muy correcto y, por lo mismo, muy peligroso. Algunos individuos de esta clase, al no disponer de un cuerpo bello en términos estéticos y carecer de prestigio social, recurren a la realidad virtual para crearse una personalidad a la altura de sus expectativas.
¿Cómo podemos identificar si un individuo busca la indeterminación? Si alguien se muestra reticente a experimentar tanto la alegría como la tristeza de la realidad, evita expresar sus pensamientos internos, se rehúsa a mirar la realidad tal cual es, no se esfuerza por autoconquistarse, amar y conectar con los demás y con la naturaleza, y tampoco se permite sentirse poderoso e inspirado como un dios, entonces podría considerarse como una persona reaccionaria o reactiva.
Nuestra sociedad se rige por principios éticos, políticos, religiosos y económicos originados, cultivados y potenciados en consciencias reactivas, y, en esa medida, es reactiva. El mundo ha sido determinado por espíritus contrarios a la vida tales como Sócrates, Platón, Cristo, los padres de la iglesia y un montón de filósofos reaccionarios. Los individuos incapaces de ver el valor de la enemistad, de espiritualizarla como dice Nietzsche, de mirar el valor de la tragedia, el valor del dolor, el valor de la otra cara de la vida, la triste, la que se quiere negar, son reactivos. Anhelamos individuos activos, como una planta desea un oasis en el medio de un desierto infinito; ¡ay! pero estos son tan escasos y siempre en peligro de extinción, encontrarlos es como enfrentar el desafío de hallar una aguja en el pajar.
Todo gran relato, ya sea político, religioso, económico o científico, está fundamentado en una gran mentira, sobre una metáfora que se olvidó que lo era. Por eso, los relatos son represivos, totalitarios, reaccionarios, identitarios, tribalistas y excluyentes. Se afirman negando aquello que no son. Ese es el motivo principal por el que los dogmáticos odian tanto las perspectivas y les parece monstruoso que la verdad no exista. Los relatos son perspectivas con un gran poder de influencia, pero su fundamento reactivo los lleva a cerrarse sobre sí mismos y presentarse como verdades universales y naturales, negando así su naturaleza histórica. Por ejemplo, el cristianismo no se concibe a sí mismo como una perspectiva religiosa entre muchas, sino como la única perspectiva religiosa válida para conectar con lo divino. Se suele presentar al cristianismo como un modelo ético y teológico, pero esa es la máscara, lo que se esconde detrás de aquella es la voluntad de dominar y negar la vida activa y creadora. La religión y su forma de valorar no buscan tanto el cielo como dominar, pero desde una posición débil. No es nada novedoso, pero en la actualidad, tanto el capitalismo como el comunismo tienden a presentarse como las únicas soluciones posibles a los problemas económicos y políticos que nos apedrean constantemente. La perspectiva científica, aunque no lo diga explícitamente, tiende a despreciar el conocimiento humanístico, ya que este es incapaz de conocer objetivamente la realidad natural, relegándolo a un ámbito más ideológico que objetivo. El problema con los relatos no radica en que sean perspectivas limitadas y falsas, sino en que se afirman como verdades naturales.
Ante este individuo que se confunde con el dinamismo de la vida, que acepta el devenir con alegría y valentía, frente a este sujeto amigo del mundo sensible, de la perspectiva, no queda nada más que mostrar veneración y respeto. Su especie es exótica y siempre está a un paso de la aniquilación. Su existencia total es la expresión de la vida activa y alegre, por eso tiene el coraje suficiente para convivir con lo alegre y trágico de la vida. Es un sí pleno a la vida. Quiere vivir, con lo bueno y lo malo, y va más allá de ello; se conquista a sí mismo.
Es curioso, pero aunque el individuo activo posea como característica distintiva el querer vivir, vive como si quisiera morir. Vive de manera peligrosa, a un paso del abismo. No le teme al desafío, lo ve como una oportunidad para demostrar y reafirmar su valor y gallardía, para vencer la resistencia. La antítesis es su fuerza para seguir. Pero su reacción es activa, libre de las manchas dañinas del resentimiento. Mientras que el individuo reactivo, que es una naturaleza cansada en incesante búsqueda de reposo, vive como si quisiera vivir. Vive constantemente conservándose. Crea mecanismos que le permiten extender su existencia más allá de lo que se supone.
El individuo reactivo es aquel que se aferra a la comodidad y busca evitar el cambio y la incertidumbre. Su vida es una búsqueda constante de reposo y tranquilidad, evitando cualquier situación que pueda resultar trágica o desafiante. Busca la perfección y rechaza la imperfección de la realidad. En lugar de enfrentar el devenir de la vida con valentía, se resiente con lo trágico y se refugia en lo abstracto y lo seguro. Su negación a la vida lo lleva a buscar verdades absolutas y universales, sin aceptar la complejidad y la ambigüedad que conlleva la existencia. Es una forma de vida que se cierra a las posibilidades y se niega a vivir plenamente. Este individuo da mayor prioridad al concepto que a la intuición. Supone que las entidades mentales son reales y se somete a la idea. Cree que las ideas son más importantes que las cosas a las que se refieren. Cree que el dinero es más importante que el obrero y que los códigos morales son más importantes que la persona. Privilegia las metáforas antes que la realidad y cree que es capaz de conocer la realidad en sí misma. En consecuencia, se sumerge en el mundo de las ideas y concibe la realidad como un reflejo de esas ideas abstractas. Para él, la verdad reside en el mundo de los conceptos y busca comprender la realidad a través de ellos. Sin embargo, un sujeto reactivo, al enfocarse demasiado en las ideas, como lo hizo Platón en el pasado y como lo hacen las nuevas generaciones embelesadas por completo con la realidad virtual, puede perder de vista la complejidad y la riqueza de la realidad concreta. Su búsqueda, aunque supuestamente sabia pero insensata e irracional en lo profundo, del conocimiento abstracto puede llevarlo a ignorar la experiencia directa y a quedarse atrapado en un mundo de abstracciones.
Evitar lo negativo, lo trágico, lo que pone en peligro la vida, lo que causa dolor no es prueba fehaciente de ganas de vivir. Dicho con más claridad: Ponerse a salvo de la naturaleza, del otro, de todo aquello que representa peligro para nuestro cuerpo, nuestra gran razón, no indica un genuino deseo de vivir. Es señal de lo contrario. La vida reactiva está tan cansada que no tiene la vitalidad suficiente para enfrentar el dolor, las dificultades y las penurias del existir y salir airosa. Por eso es que no ve en la tragedia una oportunidad para manifestar su fuerza y su poderío; sólo los espíritus activos, que quieren vivir en consonancia con el devenir inocente, ven el valor de la tragedia como una oportunidad para vencer una resistencia, para ejercer su voluntad de poder. Los individuos activos no se arrodillan ante la tragedia y la resisten estoicamente. Los músicos del Titanic lo entendieron: cuando nuestro barco se está hundiendo, hay que cantar nuestra última canción, hay que recurrir al divino arte; y si nos vamos a hundir, lo haremos reconciliados con la vida, con el devenir inocente.
El individuo reactivo afirma la vida parcialmente. Está muy cansado para vencer su antítesis. Se deja gobernar por los instintos de decadencia. No encuentra ningún valor en lo negativo, en lo que duele. Busca refugio en las drogas, en las iglesias, en cualquier ficción que condene a la vida. Estados Unidos es un claro ejemplo de lo que digo. Su gente está cansada. En esta nación, el número de muertes por sobredosis de sustancias prohibidas sigue en aumentó respecto a los últimos años. Durante la pandemia del coronavirus, su gente, al igual que la mayoría de las personas de otros países en el mundo, en vez de ver ese momento verdaderamente crítico como una oportunidad para mostrar su valentía y coraje, se volcó hacia el consumo excesivo de drogas. El cambio siempre genera tensión, miedo y ansiedad. Esta pandemia fue un tiempo de cambio. Pero enfrentar esos temores es algo que no vale la pena, hay que buscar mecanismos para evitar el sufrimiento del cambio.
Este individuo busca conquistar todo de manera fácil. Un claro ejemplo de esto es el amor. No se esfuerza por conquistar al otro y lo ve como un "no yo", como si fuera simplemente una fuente de placer, lo que equivale a nihilizarlo. Amar requiere tener la voluntad de conquistar, pero este sujeto está tan cansado que ni siquiera quiere hacer ese esfuerzo. El aumento de los divorcios responde a esta actitud reactiva ante la vida, esa incapacidad para poder conquistar verdaderamente al otro. El matrimonio requiere valentía, esfuerzo. El otro es complejo y diferente y hay que lidiar con eso, pero como este individuo actual se mueve por los senderos de lo simple, no ve ningún valor en lo complejo. Hoy día es común ver que las personas prefieren convivir con una mascota antes que con una persona; claro, un animal es mucho menos complejo que un ser humano. Desconfío de los amantes de las mascotas y odiosos con sus semejantes. ¿Cómo es posible que individuos así puedan llevar a cabo grandes empresas que demanden destreza y fuerza? La verdadera grandeza y potencia vital no se encuentran en la conquista fácil y superficial, sino en la capacidad de enfrentar la vida con valentía y apertura ante la adversidad. La valentía de enfrentar la tragedia con dignidad y coraje es un reflejo de su auténtica potencia vital y su capacidad para encontrar significado incluso en las circunstancias más difíciles.
El ser humano es una entidad dotada de una potencia extraordinaria, capaz de crear y destruir. Como fuerza negadora, puede manifestarse en formas externas, como el homicidio, el terrorismo y, porque no decir, el sistema capitalista entre otros, que pueden causar un profundo impacto en la sociedad y en la vida misma. También hay una potencia negadora o represiva interna, reflejada en la mala conciencia, el resentimiento y el ascetismo, que se encargan de minar la propia esencia del individuo. Pero, a su vez, el ser humano es una potencia creadora que se expresa tanto externamente, a través de la ciencia activa, generando conocimientos y tecnologías que transforman el mundo, como internamente, mediante una ética activa que guía sus acciones siempre en consonancia con las demandas más profundas de su espíritu. Esta dualidad de potencias, creadora y negadora, plantea un desafío para la humanidad, que debe buscar equilibrar sus impulsos destructivos y constructivos, con el fin de potenciar su capacidad de crear y avanzar hacia un futuro más en armonía con el devenir inocente.
No, no todas las épocas son iguales. En ciertas épocas la valentía y el coraje han sido notas distintivas. Con esto no se quiere decir que en esos periodos no haya habido cobardía, la hubo, como las seguirá habiendo siempre, pero era vilipendiada y despreciada. En la época de la antigua Grecia, se valoraba enormemente el coraje en el campo de batalla y en la competición atlética. Existía un genuino ardor guerrero. Los guerreros espartanos, por ejemplo, eran famosos por su valentía y disciplina militar, mientras que los atletas olímpicos mostraban su coraje al competir en los juegos olímpicos. Durante la época medieval, la valentía y el coraje eran esenciales para los caballeros y guerreros que luchaban en las cruzadas y en las guerras feudales. La caballería y el código de honor caballeresco enfatizaban el valor y la lealtad. Aunque muchos no lo compartirán, pienso que Cristóbal Colón, Magallanes y Américo Vespucio mostraron valentía al enfrentar los peligros del mar y aventurarse a lo desconocido. Sin embargo en nuestra época, con rarísimas excepciones, las que más brillan, las que más nos ciegan con su resplandor, como un escudo de Call of Duty Mobile, son el conformismo y la cobardía. Cuántos individuos libran batallas desde las redes sociales, desde lo virtual, como si desde allí se pudieran hacer cambios que impacten significativamente a la realidad.
Detrás de toda esta productividad, de esta sobreproductividad, de esta constante aceleración, hay una idea económica subyacente. Esta carrera, sin premio en el horizonte, es interminable: producir más, consumir más y lograr más en menos tiempo agota el cuerpo y aún más el espíritu. Sabemos que la tecnología y la globalización han intensificado aún más este ritmo frenético, impulsando una cultura de la inmediatez y la gratificación instantánea. Se dice que los numerosos beneficios y mejoras en la calidad de vida de las personas se deben a la capacidad de generar riqueza y crear oportunidades económicas. Sin embargo, lo que más resalta a la vista es la explotación de los recursos naturales, la degradación del medio ambiente y el constante crecimiento de desigualdades sociales. Es necesario desafiar y poner en crisis las nociones económicas habituales. Dicho con más claridad, se debe cuestionar y repensar la idea de crecimiento económico ilimitado como el único camino hacia la prosperidad. Mientras no se propongan modelos económicos más sostenibles, equitativos y centrados en el bienestar humano y el respeto por el entorno natural, es imposible aceptar las típicas valoraciones económicas. Una riqueza verdadera no excluye valores fundamentales como la salud, la felicidad, la comunidad y la preservación del medio ambiente. Si estos valores son sacrificados en honor al Moloch económico, cualquier prosperidad, seguridad y comodidad surgidas a partir de tal sistema económico son indignas y fetichistas.
Debemos señalarlo: la extrema derecha está ganando terreno y los movimientos ultraconservadores continúan promoviendo sus ideas antivitales. Esto es algo que no se puede ignorar. En el actual panorama en el que se encuentra nuestro mundo, el significativo avance de la derecha no solo en lo ideológico, sino también en el ámbito político, debe ser considerado como una oportunidad para que las fuerzas de izquierda puedan promover y demostrar su fortaleza, capacidad creadora, vitalidad y auténtica reacción activa, sin resentimientos. En vez de ver este avance como una tragedia, los individuos conscientes activos lo miran de otra manera, lo consideran como una oportunidad de oro para demostrar toda la fortaleza y la capacidad creadora que se esconde en el inframundo de sus pechos.
Existen, pues, genuinas ganas de vivir y otras falsas, representadas por las fuerzas nihilistas y las fuerzas reactivas. Condicionar la naturaleza para vivir más fácilmente no es una prueba concluyente de querer vivir; atacar la antítesis o querer destruirla tampoco lo es. El espíritu moderno es reactivo y, por ende, busca el reposo y huye de la dificultad. Quiere descansar, incluso anhela la muerte; un individuo que no está dispuesto a enfrentar la lucha demuestra que carece de ganas de vivir y está agotado. El espíritu tardomoderno se siente agotado y solo busca lo agradable de las cosas, lo cual es señal de debilidad. Una sociedad pacífica se vuelve enferma, pues las sociedades verdaderamente vivas son violentas y alegres, saltan y bailan sin temor a la tragedia.
El ser humano siempre ha buscado la perfección y la excelencia fuera de sí mismo. Primero, lo hizo en la naturaleza y, más tarde, en las ideas. Los dioses son meras figuras imaginarias a las que el ser humano aspira asemejarse; desean ser como algo que no existe, persiguen la perfección. Pero sólo existe la perfección humana; es incapaz de ver que en sí mismo alberga una diversidad de capacidades y virtudes que le permiten luchar verdaderamente contra la naturaleza y el devenir. Él es fuente de potencia, es potencia misma. Debe decir sí a la vida y al devenir, fortalecerse, volverse más robusto, más radical.
Lo nuevo asusta. Hay que asimilarlo, subsumir su espíritu, a como dé lugar. El hombre es el eterno extraño en el cosmos. Un extraño que está arrojado sobre una naturaleza hostil y poco amigable, por eso quiere familiarizarse con ella, conocerla, dominarla y subyugarla a su antojo y así eliminar tal sentimiento de falta de engranaje. Ese sentimiento de extrañeza asusta y genera angustia. La diferencia es lo nuevo, lo que actualiza el ser, por lo tanto, es lo más real. Es lo que rompe la identidad. Los grupos que polemizan por resaltar que las concepciones binarias están caducando son potencias activas que desean romper la férrea identidad reactiva creada por los conservadores y cobardes. La diferencia actualiza al ser; opera en él, ya que el ser del individuo no es algo fijo, es algo caótico. La diferencia es el sentido del ser y lo que permite que la existencia esté activa. Con eso queremos decir que los colectivos o movimientos que argumentan que la forma tradicional de ver las cosas en términos de opuestos absolutos (concepciones binarias) ya no es adecuada o relevante en el mundo actual, y que se deben considerar enfoques más complejos y matizados.
No es posible detener a un toro con telas de araña; los conceptos quieren modificar el carácter dinámico de la realidad en rígidas constelaciones conceptuales. El espíritu reactivo es un desprecio a la vida real, a la vida activa. En estos grupos hay verdad, están viendo cosas que los demás no ven. Los cristianos, cuando les conviene, apelan a las ciencias de la naturaleza, a la biología sobre todo, pero para desacreditar las luchas de los movimientos sociales no binarios. Pero cuando se trata de sus dogmas, guardan silencio. No hay nada más hipócrita sobre la faz de la tierra que el espíritu cristiano; cuando les conviene, recurren a la ciencia, pero cuando esta no parece validar sus hipótesis infundadas, se alejan de ella. ¿Quién es el verdadero inmoral? El que quiere parar el devenir. Es que querer aniquilar la vida es castrarla; los conservadores son incapaces de canalizar correctamente ese sentimiento de crueldad primitivo, quieren que los que no piensan como ellos sufran. Todo está en movimiento y cambiando. Ese es nuestra única verdad y no verdad, además.
Los conservadores acusan a los grupos no binarios de querer modificar la biología básica y los géneros establecidos, pero no se dan cuenta de que ellos quieren modificar el ser mismo de la realidad y el devenir, la diferencia. Si no hubiera diferencia, no habría vida ni existencia; ellos son los verdaderos inmorales, están en contra de la vida misma, que es devenir inocente y cambio permanente.
La idea milenaria de que la vida no vale nada sigue vigente hoy día. Se cree que al moralizar de manera antinatural y suprimir el dinamismo interno del individuo se le está ayudando a la sociedad. Una y otra vez demostramos que lo que vale son los valores morales socialmente aceptados y su conservación, no la vida, no el individuo. Creen en los valores, en lo que vale el dinero y no en el sujeto que lo produce y lo actualiza con su fuerza y capacidad de trabajo. Lo que vale es lo ya hecho, lo que surgió, no lo nuevo, lo emergente. La vida es acción, es caos, es fuerza.
La tradición filosófica occidental no es más que una serie de modos de encubrir y alejar al individuo de la realidad. Y ha tenido éxito: el no querer enfrentar la realidad externa, creando una rígida muralla conceptual, y la interna, creando una constelación de valoraciones éticas basadas en la hipocresía cristiana, es fruto de esta tradición. Porque aceptamos la muerte y la vida, el ciclo completo, no somos hijos de Osiris. Los reactivos solo aceptan una cara de la realidad. Por eso tuvieron que inventar el cielo. Al abrazar el nihilismo, el individuo reactivo confirma su anhelo de eterna indeterminación.
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