viernes, 2 de julio de 2021

▷▷Espíritu y materia


▷▷Espíritu y materia 🍎, Salmerón-Víctor-Irrupción-Filosófica

El siguiente texto es extraído del libro Retratos de memoria y otros ensayos; en él Bertrand Russell propone una tesis bastante provocativa. Arguye que la materia y el espíritu son meras ilusiones. Sin más les dejo aquí esta joya de ensayo para que, a partir de una lectura sesuda y concienzuda, puedan ustedes por sí mismos sacar sus propias conclusiones; en todo caso suscribir completamente con Russell o refutarlo con mejores argumentos.


Por Bertrand Russell 


“Platón, con el esfuerzo de la religión, ha llevado a la humanidad a aceptar la división del mundo conocido en dos categorías: espíritu y materia. Los físicos y los psicólogos, a la vez, han empezado a dudar de esa dicotomía. Según empieza a suponerse, la materia, como el Gato de Cheshire, se está haciendo cada vez más diáfana, hasta el punto que, de ella, no queda nada más que la mueca regocijada, motivada, probablemente, por la diversión que le producen los que todavía creen que la están viendo. El espíritu, por otro lado, como consecuencia de la cirugía cerebral y de las dichosas oportunidades que ha ofrecido la guerra para estudiar los efectos producidos por las balas incrustadas en tejidos cerebrales, empieza a suponerse, cada vez más, que es sólo un subproducto trivial de determinados tipos de condiciones fisiológicas. Esta concepción se ha visto reforzada por el horror morboso a la introspección, que acosa a los que temen que cierta vida privada, sea la que fuere, puede exponerles a las atenciones de la policía. Estamos, así, en presencia de una curiosa situación paradójica, que recuerda el duelo entre Hamlet y Laertes, en la que los estudiosos de la física se han hecho idealistas, mientras que muchos psicólogos están al borde del materialismo. La verdad es, naturalmente, que espíritu y materia son ilusiones. Los físicos, que estudian la materia, descubren este hecho en ella; los psicólogos, que estudian el espíritu, lo descubren en él. Pero cada grupo sigue convencido de que el objeto de estudio del otro debe tener alguna solidez. Lo que pretendo hacer, en este ensayo, es restablecer las relaciones entre espíritu y materia, de manera que no impliquen la existencia de uno ni de otra.


Lo que se puede llamar la opinión convencional ha variado poco desde la época de los cartesianos. Existe el cerebro, que actúa siguiendo las leyes físicas; y existe el espíritu, que, aunque parece poseer algunas leyes propias, está sometido, en muchos aspectos decisivos, a las condiciones físicas del cerebro. Los cartesianos suponían la existencia de un paralelismo, según el cual, el espíritu y el cerebro estaban, cada uno por su lado, determinados por sus propias leyes, pero, con tan estrecha relación entre las dos series, que, cuando se daba un acontecimiento en una, era seguro que fuera acompañado por un acontecimiento correspondiente en la otra. Utilicemos una sencilla analogía: si suponemos que un inglés y un francés recitan, cada uno en su lengua y al mismo ritmo, el Credo de los Apóstoles, se puede deducir, por lo que uno de ellos dice en un momento dado y en su idioma, lo que está diciendo el otro en el suyo. Las dos series se suceden paralelamente, aunque ninguna de las dos es causa de la otra. Pocas personas admitirían ahora esta teoría en su integridad. La negación de la interacción entre el espíritu y el cerebro está en contradicción con el sentido común y nadie ha aportado en su favor argumentos que no fueran metafísicos. Todos sabemos que un estímulo físico, como un puñetazo en la nariz, puede provocar una reacción mental —en este caso, de dolor—. Y todos sabemos que esta reacción mental de dolor puede ser la causa de un movimiento físico; por ejemplo: de otro puñetazo. Existen, sin embargo, dos escuelas opuestas, no tanto en pensamiento como en práctica. Una de las escuelas tiene por ideal un completo determinismo físico por lo que se refiere al universo material, junto con un diccionario que establece que determinados fenómenos físicos son contemporáneos, invariablemente, de ciertos fenómenos mentales. Existe otra escuela, cuya parte más influyente está constituida por los psicoanalistas, que investiga simplemente las leyes psicológicas y no pretende, desde el principio, el establecimiento de una armazón causal en la física. La diferencia entre las dos escuelas se manifiesta en la interpretación de los sueños. Si usted tiene una pesadilla, una de las escuelas le explicará que es debido a que ha comido demasiada langosta, y la otra, v a que está inconscientemente enamorado de su madre. Estoy lejos de tomar partido en una polémica tan áspera; mi opinión personal es que cada tipo de explicación está justificado allí donde tiene éxito. Realmente, yo concibo el problema global de un modo que suprime la controversia; pero, antes de que pueda aclararlo, es necesario hacer una considerable cantidad de aclaraciones teóricas.


Descartes, como todo el mundo sabe, dice: «Yo pienso, luego yo existo.» Y continúa en seguida, como si no hubiera dicho nada nuevo, afirmando: «Yo soy una cosa que piensa.» Sería difícil encerrar, deliberadamente, tal número de errores en tan pocas palabras. Empecemos con «Yo pienso». La palabra «Yo» se ajusta, forzosamente, a la gramática y la gramática entraña la metafísica de nuestros primeros antepasados indoeuropeos, tal y como la tartamudeaban en torno de sus fuegos de campamento. Por lo tanto, debemos suprimir la palabra «yo». Dejaremos el verbo «pienso», pero sin sujeto, puesto que él sujeto entraña una creencia en la substancia que debemos excluir de nuestros pensamientos. Las palabras «luego yo existo», no sólo repiten el pecado metafísico que encarna la palabra «yo», sino que cometen, además, el pecado, tan enérgicamente puesto en la picota en todas las obras de Carnap, de confundir una palabra entre comillas con una palabra que no está entre comillas. Cuando digo «yo soy» o «Sócrates existió» o cualquier afirmación similar, realmente estoy diciendo algo sobre la palabra «yo» o la palabra «Sócrates»: simplificando, estoy diciendo que «yo» o «Sócrates» son nombres. Pues es evidente que, si se piensa en todas las cosas que existen en el mundo, dichas cosas no se pueden dividir en estas dos categorías: las que existen y las que no existen. De hecho, la no existencia es una propiedad muy rara. Todo el mundo sabe la historia de los dos filófosos pesimistas alemanes, en la que uno de ellos exclama: «¡Cuánto más feliz se hubiera sido si no se hubiese nacido!» A lo que el otro responde, con un suspiro: «¡Es verdad! Pero ¡qué pocos son los que tienen esa dicha!» De hecho, no tiene sentido decir de alguna cosa que existe. Lo que tiene sentido es decir que la palabra con que se expresa esa idea designa algo, lo cual no es verdad en palabras como «¡Hamlet! » Cada alusión sobre Hamlet, en el drama, lleva implícita la siguiente afirmación falsa: «'Hamlet' es un nombre», porque no se puede tomar el drama como una parte de la historia de Dinamarca. De modo que, cuando Descartes dice «yo soy», lo que debía dar a entender es: «'yo' es un nombre»; afirmación, sin duda, muy interesante, pero que no tiene las consecuencias metafísicas que Descartes quería extraer de ella. Sin embargo, no son éstos los errores que deseo hacer resaltar en la filosofía de Descartes. Lo que yo deseo hacer resaltar es el error que presupone decir: «yo soy una cosa que piensa». En esta frase se supone la filosofía de la substancia. Se supone que el mundo consiste en objetos más o menos permanentes con estados cambiantes. Esta concepción fue desarrollada por los metafísicos originales que inventaron el lenguaje, y que se encontraron muy sorprendidos al comprobar la diferencia que existía entre sus enemigos cuando estaban luchando con ellos, por una parte, y esos mismos enemigos después de ser degollados, por otra, a pesar de que estaban persuadidos de que ése que antes temían y ése que después se estaban comiendo eran una misma persona. De semejantes orígenes es de donde el sentido común deriva sus creencias. Y lamento decir que demasiados profesores de filosofía consideran como un deber el convertirse en portavoces del sentido común rindiendo así, sin duda, sin la intención de hacerlo, un homenaje a las supersticiones salvajes de los caníbales. ¿Con qué debemos sustituir la creencia de Descartes de que era una cosa que pensaba? Naturalmente, había dos Descartes, cuya diferenciación es la que hace surgir el problema que deseo discutir. Había el Descartes para sí mismo y el Descartes para sus amigos. Descartes estaba interesado en el que era para sí mismo. Lo que era para sí mismo no queda descrito de la mejor forma diciendo que era una entidad única que podía adoptar estados cambiantes. La entidad única es completamente superflua. Los estados en constante cambio bastan. Ante sí mismo, Descartes aparecía como una serie de acontecimientos, cada uno de los cuales podría llamarse un pensamiento, siempre que la palabra se interprete ampliamente. Lo que era para los otros, de momento, lo ignoraré. Era esta serie de «pensamientos» lo que constituía el «espíritu» de Descartes; pero su espíritu no fue una entidad independiente, como la población de Nueva York no es una entidad independiente, además de un ser un número de habitantes. En vez de decir: «Descartes piensa», debemos decir: «Descartes es una serie cuyos miembros son pensamientos.» Y, en lugar de: «luego Descartes existe», debemos decir: «Puesto que 'Descartes' es el nombre de esa serie, de ello se sigue que 'Descartes' es un nombre». Pero la afirmación: «Descartes es una cosa que piensa», no la podemos sustituir con nada, ya que dicha afirmación no contiene nada más que sintaxis defectuosa.

Espíritu y materia, Víctor Salmerón, irrupción filosófica

Ya es hora de indagar lo que queremos decir con «pensamientos», al decir que Descartes era una serie de pensamientos. Sería más correcto, desde un punto de vista convencional, decir que el espíritu de Descartes era una serie de pensamientos, puesto que, como se supone por la generalidad, su cuerpo sería algo diferente. Podemos decir que lo que Descartes fue para sí mismo, y para nadie más, era su espíritu; en cambio, su cuerpo fue público y apareció ante los demás lo mismo que ante él. Descartes emplea la palabra «pensamientos» en un sentido más amplio que en el que se emplearía hoy y, quizá, nos evitaríamos caer en confusiones, si sustituyésemos esa palabra por la frase «fenómenos mentales». Antes de que lleguemos a lo que comúnmente se llama «pensar», hay algo más elemental, que aparece bajo los epígrafes de «sensación» y de «percepción». El sentido común diría que la percepción siempre posee algún objeto y que, en general, el objeto de la percepción no es mental. La sensación y la percepción, en el habla común, no contarían como «pensamientos». Los pensamientos consistirían en actos como recuerdos, creencias y deseos. Pero, antes de considerar los pensamientos en este sentido estrecho, desearía decir algunas palabras sobre la sensación y la percepción.


Tanto «sensación» como «percepción» son conceptos algo confusos y, tal y como se definen, puede dudarse que se den alguna vez la una o la otra. Evitemos, por lo tanto, en primer lugar, el empleo de estas palabras e intentemos describir lo que sucede, con el menor número que nos sea posible de supuestos que puedan ponerse en duda.


Con frecuencia, ocurre que cierto número de personas, reunidas en un lugar, tienen experiencias muy similares y, aproximadamente, al mismo tiempo. Cierto número de personas pueden oír el mismo estallido del trueno o el mismo discurso de un político; y las mismas personas pueden ver el resplandor del relámpago o los puñetazos que el político da sobre la mesa. A través de la reflexión nos damos cuenta de que, en el lugar que ocupan esas personas, tiene lugar un acontecimiento que no es idéntico a lo que éstas oyen o ven. Sólo hay un político, pero hay un acontecimiento mental, independiente, en cada uno de los que le ven y le oyen. En este acontecimiento mental, el análisis psicológico diferencia dos elementos: uno de ellos proviene de aquellos aspectos de la estructura del individuo que éste comparte con los demás miembros normales de su especie; otro está determinado por sus experiencias pasadas. Una determinada frase del político produce en un oyente esta reacción: «Eso es poner a los granujas en el sitio que les corresponde»; y, en otro, produce la reacción completamente diferente: «En toda mi vida había oído una injusticia tan monstruosa.» No sólo son diferentes tales reacciones algo indirectas, sino que, con frecuencia, los hombres oyen realmente palabras diferentes a causa de sus prejuicios o de sus experiencias pasadas. Estuve presente en la Cámara de los Lores en una ocasión en que Keynes creyó oportuno disentir de lord Beaverbroock respecto a ciertas estadísticas que el noble periodista había presentado a la Cámara. Lo que Keynes dijo fue: «Yo no he oído nunca estadísticas tan ('phony') falsas o ('funny') chistosas.» La mitad de la Cámara creyó que había dicho «falsas», y la otra mitad, «chistosas». Keynes murió casi inmediatamente después, dejando sin decidir la cuestión. No cabe duda que la experiencia del pasado determinó, en cada oyente, que fuera oída una u otra de las palabras. Los que habían estado expuestos al «slang» americano, oyeron «falsas»; los que habían llevado una vida menos expuesta, oyeron «chistosas». Pero, en cualquier caso corriente, las experiencias del pasado tienen una importancia mucho mayor que en el ejemplo que acabamos de exponer. Cuando se ve un objeto de apariencia sólida, nos sugiere imágenes táctiles. Si se está acostumbrado a los pianos, y no a los gramófonos ni a la radio, cuando se oye música de pianos se imaginarán las manos de un concertista en las teclas (yo he tenido esta experiencia, pero no es una experiencia que esté abierta a los jóvenes). Cuando, por la mañana, se percibe el olor a tocino, surgen, inevitablemente, las imágenes gustativas. Se supone que la palabra «sensación» se aplica al elemento del fenómeno mental que no depende de las pasadas experiencias individuales; en tanto que la palabra «percepción» se aplica a la sensación y, junto a ella, a las adherencias que la historia pasada del individuo hacen inevitables. Claro está que, el desentrañar la parte de la experiencia total que debe ser llamada «sensación», es cuestión de complicada teoría psicológica. Lo que conocemos sin necesidad de teoría es el fenómeno global en que consiste una «percepción».


Pero la palabra «percepción», tal como se usa corrientemente, constituye una petición de principio. Supongamos, por ejemplo, que yo veo una silla, o, más bien, que se da un fenómeno que podría ser vulgarmente descrito de esa manera. Se considera que la frase implica que existe un «yo» y existe una silla, y que la percepción es la relación que se da entre ambos. Ya hemos tratado de «yo», pero la silla pertenece al mundo físico que, de momento, trato de ignorar. También, de momento, diré solamente esto: el sentido común supone que la silla que yo percibo permanecería donde se en-cuenta si yo no la percibiera, cerrando los ojos, por ejemplo. La física y la fisiología, en colaboración, me aseguran que lo que permanece allí, independientemente de mi visión, es algo muy diferente a una experiencia visual: una loca danza de billones de electrones que experimentan billones de transiciones cuánticas. Mi relación con ese objeto es indirecta, y éste sólo es conocido por medio de la inferencia; siempre que se da el fenómeno que denomino «ver una silla», éste no consiste en algo que yo experimente directamente. De hecho, el conjunto de lo que ocurre cuando experimento lo que llamo «ver una silla» debe ser clasificado como algo que pertenece a mi mundo mental. Si existe una silla que esté fuera de mi mundo mental, cosa que creo firmemente, ello es algo que no constituye un objeto directo de la experiencia, sino que es alcanzado a través de un proceso de inferencia. Esta conclusión lleva implícita extrañas consecuencias. Debemos diferenciar el mundo físico de la física y el mundo físico de nuestra experiencia cotidiana. El mundo físico de la física, suponien- do que la física sea correcta, existe, independientemente de mi vida mental. Desde un punto de vista metafísico, es sólido y subsiste por sí mismo, suponiendo, siempre, que exista tal mundo. Por el contrario, el mundo físico de mi experiencia cotidiana forma parte de mi vida mental. A diferencia del mundo físico de la física, no es sólido y no es más substancial que el mundo que veo en los sueños. ¡Por otro lado, resulta indudable de un modo en que no lo es el mundo físico de la física. La experiencia de ver una silla es una experiencia que no puedo disolver mediante una explicación. Tengo esa experiencia con toda seguridad, aunque sea soñando. Pero la silla de la física, aunque ciertamente sólida, quizá no exista. Y no existe si yo estoy soñando. E, incluso estando despierto, podría no existir, si hay errores en ciertas clases de inferencias a las que yo soy propenso, pero que no son demostrativas. En resumen, como diría Mr. Micawber, el mundo físico de la física es sólido, pero no indudable, mientras que el mundo físico de la experiencia cotidiana es indudable, pero no sólido. Al hacer esta afirmación, utilizo la palabra «sólido» queriendo decir «existente con independencia de mi vida mental».


Preguntémonos una cuestión muy elemental: ¿qué diferencia existe entre las cosas que les suceden a los seres sensibles y las cosas que le suceden a la materia sin vida? Evidentemente, a los objetos sin vida les sucede toda clase de cosas. Se mueven y sufren diversas transformaciones; pero no «experimentan» esos fenómenos, en tanto que nosotros «experimentamos» las cosas que nos ocurren. La mayoría de los filósofos han tratado de la «experiencia» como algo indefinible, cuyo significado es obvio. Considero que esto es un error. No creo que el significado sea obvio, ni tampoco creo que sea indefinible. Lo que caracteriza a la experiencia es la influencia de los fenómenos pasados en las reacciones presentes. Cuando se introduce una moneda en una máquina automática, la máquina reacciona exactamente como lo ha hecho en anteriores ocasiones. No sabe que la introducción de una moneda significa el deseo de obtener un ticket, o lo que sea, y no reacciona con mayor rapidez que antes. El hombre de la oficina de tickets, por el contrario, sabe por experiencia reaccionar con mayor rapidez y ante un estímulo menos directo. Esto es lo que nos hace llamarle inteligente. Eso es lo que constituye la esencia de la memoria. Vemos a una persona determinada que hace cierta observación. La próxima vez que la volvemos a ver recordamos la observación. En esencia, esto es análogo al hecho de que, cuando vemos un objeto que parece áspero, esperemos sentir una determinada sensación táctil al tocarlo. Esto es lo que diferencia una experiencia de un mero suceso. La máquina automática no posee experiencia, el hombre de la oficina de tickets posee experiencia. Esto quiere decir que un estímulo determinado produce siempre la misma reacción en la máquina; pero produce reacciones diferentes en el hombre. Usted cuenta un chiste, y su oyente le dice: « ¡Si viera usted lo que me reí la primera vez que oí ese chiste! » Pero, si usted ha construido una máquina que se ríe de los chistes, se puede tener confianza en que se reirá todas las veces, aunque haya oído con mucha frecuencia el chiste antes. Es posible que encuentre este pensamiento consolador, si está dispuesto a adoptar una filosofía materialista.


Creo que sería justo decir que la característica más esencial del espíritu es la memoria, empleando esta palabra en su sentido más amplio, que incluye toda influencia de las experiencias del pasado en las reacciones del presente. La memoria comprende el tipo de conocimiento que, corrientemente, se llama conocimiento de la percepción. Cuando usted ve simplemente algo, a ello difícilmente se le puede llamar conocimiento. Se convierte en conocimiento, al decirse a sí mismo que usted lo ve o que allí está. Esto es una reflexión sobre el mero ver. Esta reflexión es conocimiento y, porque ese conocimiento es posible, el ver puede ser una experiencia y no un mero suceso, como el que pudiera pasarle a una piedra. La influencia de la experiencia pasada está encarnada en el principio del reflejo condicionado, que dice que, en condiciones convenientes, si A produce originalmente una reacción determinada, y A ocurre con frecuencia conjuntamente con B, B producirá finalmente, por sí sola, la reacción que originalmente era producida por A. Por ejemplo: si se desea enseñar a bailar a los osos, se les coloca sobre una plataforma lo suficientemente caliente para que les sea imposible tener los pies inmóviles sobre ella y, al mismo tiempo, se hace que la orquesta toque el «Rule Britannia». Después de algún tiempo, el «Rule Britannia» les hará, por sí solo, bailar. Nuestra vida intelectual, incluso en sus más altos vuelos, se basa sobre este principio.


Como cualquier otra diferencia, la diferencia entre lo que está vivo y lo que está muerto no es absoluta. Existen virus que los especialistas no pueden decidirse a llamar vivos o muertos, y el principio del reflejo condicionado, aunque característico de lo que está vivo, se manifiesta algunas veces en otras esferas. Por ejemplo: si se desenrolla un rollo de papel, se enrollará, por sí solo, otra vez, en cuanto pueda. Pero, a pesar de casos semejantes, podemos considerar el reflejo condicionado como una característica de la vida, especialmente en sus formas superiores, y, sobre todo, como una característica de la inteligencia humana. La relación entre espíritu y materia alcanza su punto culminante a estas alturas. Si el cerebro tiene alguna característica que corresponda a la memoria, ha de ser afectado de algún modo por lo que le suceda, de forma que dé lugar a reproducciones con ocasión de estímulos convenientes. Esto puede verse también, aunque en menor grado, en el comportamiento de la materia inorgánica. Un curso de agua seco la mayor parte del tiempo, en las épocas en que lleva agua, va formando un lecho que sigue la pendiente del terreno y las lluvias posteriores siguen ese lecho, que es una reminiscencia de torrentes anteriores. Si se quiere, se puede decir que el lecho del río «recuerda» antiguas ocasiones, cuando experimentaba el paso de frescas corrientes. Esto sería considerado como un vuelo de la fantasía. Se diría que es un vuelo de la fantasía porque se tiene la opinión de que los ríos y los lechos de los ríos «no piensan». Pero, si el pensar consiste en ciertas modificaciones de la conducta que se deben a anteriores acontecimientos, nos veremos obligados a decir que el lecho de los ríos piensa, aunque su pensar sea algo rudimentario. A pesar de todo, no se le puede enseñar la tabla de multiplicar, por húmedo que el clima sea. Al llegar aquí, temo que ustedes se encuentren indignados. Estarán a punto de decir: «Pero, muy señor mío, ¿cómo puede usted ser tan obtuso? Seguramente que, incluso usted, debe saber que los pensamientos, los placeres y los sufrimientos no se pueden manejar como se manejan las bolas de billar, y, en cambio, la materia sí. La materia ocupa un espacio. Es impenetrable; es dura (si no es blanda); los pensamientos no son así. Usted no puede jugar al billar con sus pensamientos. El proceso por el que se destierra un pensamiento es totalmente diferente del que se emplea cuando la policía destierra a alguien de carne y hueso. Usted, naturalmente, como «filósofo» (así, sin duda, continuarán ustedes) «está por encima de todas las pasiones humanas. Pero los demás experimentamos placeres y dolores, y los troncos y las piedras no los experimentan. Teniendo en cuenta todo esto, no consigo entender cómo puede usted ser estúpido hasta el punto de hacer un misterio de la diferencia entre espíritu y materia.»


Mi respuesta a eso es que yo sé muchísimo menos que ustedes acerca de la materia. Todo lo que yo sé acerca de la materia es lo que puedo inferir por medio de ciertos postulados abstractos sobre los atributos, puramente lógicos, de su distribución en el espacio y el tiempo. A primera vista, no me dicen nada en absoluto con referencia a sus otras características. Además, existen las mismas razones para no admitir el concepto de substancia, en el caso de la materia, que las que existieron en el caso del espíritu. Redujimos el espíritu de Descartes a una serie de acontecimientos y debemos hacer lo mismo con su cuerpo. Un pedazo de materia es una serie de acontecimientos relacionados por medio de determinadas leyes de la física. Las leyes que unen esos acontecimientos son sólo aproximadas y macroscópicas. En la exacta física cuántica, la identidad que las partículas físicas conservaban en la física anticuada, desaparece. Supongamos que quiero decir: «Esta es la misma silla de ayer.» Ustedes no pueden esperar que les diga, exactamente, lo que pretendo dar a entender, porque el plantear eso correctamente exigiría volúmenes de explicaciones. Lo que quiero decir puede expresarse toscamente de la manera siguiente: la física clásica —un sistema hoy abandonado— operaba en el supuesto de que existían partículas que persistían en el tiempo. Mientras rigió esa concepción, era posible mantener que, al decir «ésta es la misma silla», lo que se quería dar a entender era: «esto se compone de las mismas partículas». Antes de llegar la física cuántica, las partículas estaban ya fuera de uso, porque implicaban el concepto de substancia. Pero eso no tenía gran importancia, porque todavía era posible definir una partícula como una determinada serie de acontecimientos físicos, relacionados entre sí por la ley de la inercia y otros principios semejantes. Incluso en el tiempo del átomo de Rutherford-Bohr, este punto de vista podía todavía mantenerse. El átomo de Rutherford-Bohr consistía en cierto número de electrones y protones. Los electrones se comportaban como pulgas. Se arrastraban durante un momento y, luego, saltaban. Pero todavía era posible reconocer, en el electrón que había saltado, el mismo electrón que se había arrastrado anteriormente. Ahora, ¡ay!, el átomo ha sufrido la desintegración atómica. Todo lo que sabemos acerca de él, aun en las hipótesis más optimistas, es que consiste en una distribución de energía que experimenta diversas transiciones bruscas. De lo único que es posible tener pruebas es de las transiciones, pues la energía se irradia sólo cuando tiene lugar una transición, y nuestros sentidos resultan afectados sólo cuando es irradiada la energía, y sólo tenemos prueba de lo que ha sucedido cuando nues-k tros sentidos son afectados por ella. En los felices días en que Bohr era joven, suponíamos que sabíamos lo que ocurría en el átomo durante los momentos de calma: había electrones girando y girando alrededor del núcleo, como los planetas alrededor del sol. Hoy en día, tenemos que confesar una ignorancia completa, absoluta y eternamente inextirpable de lo que hace el átomo en los momentos de calma. Se comporta como si estuviera habitado por periodistas que pensaran que no merecía la pena comunicar nada, excepto las revoluciones; de modo que cuanto ocurra cuando no tiene lugar ninguna revolución permanece envuelto en el misterio. Por ello, la identidad, en tiempos diferentes, ha desaparecido por completo. Si se quiere explicar lo que se quiere dar a entender en física, cuando se dice: «Esta es la misma silla de ayer», hay que retroceder a la física clásica. Se debe decir: Cuando las temperaturas no son demasiado altas, y las condiciones químicas son normales, los resultados obtenidos por la anticuada física clásica son más o menos correctos. Y, al decir que «ésta es la misma silla», daré a entender que la física anticuada diría que era la misma silla. Pero soy completamente consciente de que eso no es nada más que un modo de hablar convencional e inexacto y que, de hecho, la parte más pequeña de la silla pierde su identidad, aproximadamente, en cada cienmilésima de segundo. Decir que es la misma silla, equivale a decir que los ingleses constituyen hoy la misma nación que constituyeron en la época de la reina Isabel o, mejor aún, que constituirían, si muchos millones de generaciones hubieran sucedido desde la buena reina Bess. Todavía no hemos aprendido a hablar del cerebro humano en el preciso lenguaje de la física cuántica. Realmente, sabemos demasiado poco acerca de él para que sea necesario ese lenguaje. La importancia principal de los misterios de la física cuántica para nuestro problema, consiste en que nos demuestra qué escasísimo es nuestro conocimiento sobre la materia y, en particular, sobre el cerebro humano. Algunos fisiólogos se imaginan todavía que pueden ver tejidos cerebrales a través de un microscopio. Esto es, naturalmente, una ilusión optimista. Cuando usted cree que ve una silla, usted no ve las transiciones cuánticas. Usted experimenta algo que tiene una conexión causal larga y complicada con la silla física, una conexión que pasa por los fotones, bastones, conos y nervio óptico, hasta el cerebro. Todas esas etapas son necesarias si usted ha de tener la experiencia visual que se llama «ver la silla». Usted puede detener los fotones, cerrando los ojos; el nervio óptico puede ser extirpado o la parte correspondiente del cerebro puede ser destruida por una bala. Si alguna de esas cosas ha tenido lugar, usted no «verá la silla». Consideraciones similares son aplicables al cerebro que el fisiólogo cree estar examinando. Está experimentando algo que guarda una remota conexión causal con el cerebro que cree estar viendo. Lo único que puede conocer referente a ese cerebro consiste en los elementos de estructura que se reproduzcan en su sensación visual. Por lo que se refiere a las propiedades que no son estructurales, no puede saber nada en absoluto. No tiene ningún derecho a decir que el contenido de un cerebro es diferente del contenido del espíritu que le acompaña. Si se trata de un cerebro vivo, tiene la prueba, por medio de su testimonio y de la analogía, de que existe un espíritu que le acompaña. Si se trata de un cerebro muerto, no tiene esa prueba de ninguna manera.


Quería sugerir, como hipótesis simple y unificadora, aunque no demostrable, una teoría que prefiero a la de la correspondencia, propuesta por los cartesianos. Hemos quedado de acuerdo en que espíritu y materia consisten, por igual, en una serie de acontecimientos. También estamos de acuerdo en que no sabemos nada acerca de los acontecimientos que constituyen la materia, excepto su estructura en el espacio y el tiempo. Lo que yo sugiero es que los acontecimientos que constituyen un cerebro vivo son realmente idénticos a los que constituyen el espíritu correspondiente. Todas las razones que, naturalmente, se les ocurrirán a ustedes para rechazar esta concepción provienen de su confusión entre los objetos materiales y los que ustedes experimentan al ver y al tocar. Estos últimos forman parte de su espíritu. Yo puedo ver, en este momento, si me permiten utilizar el lenguaje del sentido común, los muebles de mi habitación, los árboles movidos por el viento, casas, nubes, el cielo azul y el sol. El sentido común imagina que todo eso está fuera de mí. Creo que todo eso está conectado cau-salmente con los objetos físicos que están fuera de mí; pero, en cuanto compruebo que los objetos físicos deben diferir, en gran medida, de lo que yo experimento directamente ante ellos y, en cuanto tomo en cuenta el encadenamiento causal que va desde el objeto físico hasta mi cerebro antes de que tengan lugar mis sensaciones, veo que, desde el punto de vista de la causalidad física, los objetos inmediatamente experimentados por los sentidos están en mi cerebro y no en el mundo exterior. Kant tenía razón al poner juntos los cielos estrellados y las leyes morales, puesto que ambas cosas eran invenciones de su cerebro.

Si lo que digo es correcto, la diferencia entre el espíritu y el cerebro no estriba en la materia prima de que se componen, sino en la manera en que ésta se agrupa. Un espíritu, lo mismo que un trozo de materia, debe ser considerado como un grupo de acontecimientos o, mejor aún, como series de grupos de acontecimientos. Los acontecimientos que se agrupan para constituir un espíritu dado son, según mi teoría, los mismos acontecimientos que se agrupan para hacer su cerebro. O quizá sería más correcto decir que son algunos de los acontecimientos que constituyen el cerebro. Lo que interesa destacar es que la diferencia entre espíritu y cerebro no es una diferencia de cualidad, sino una diferencia de ordenación. Esa diferencia es parecida a la que existe entre la clasificación de las personas según un criterio geográfico y la clasificación de ellas por orden alfabético, que se encuentran, tanto una como otra, en la guía de Correos. En ambos casos, se clasifica a las mismas personas, pero en contextos completamente diferentes. De la misma manera, el contexto de una sensación visual, para la física, es físico y exterior al cerebro. De dentro afuera, lleva al ojo, y desde allí, a un fotón y, desde allí, a una transición cuántica en algún objeto distante. El contexto de la sensación visual, para la psicología, es completamente diferente. Supongamos, por ejemplo, que la sensación visual es la de un telegrama que le anuncia a usted que está arruinado. En su espíritu, tendrán lugar cierto número de acontecimientos, de acuerdo con las leyes de la causalidad psicológica, y puede transcurrir un buen espacio de tiempo antes de que se produzca ningún efecto puramente físico, como tirarse de los pelos y exclamar: « ¡Pobre de mí! »


Si esta teoría es correcta, ciertos tipos de conexión entre el espíritu y el cerebro son inevitables. En correspondencia con la memoria, por ejemplo, deben existir algunas modificaciones físicas del cerebro, y la vida mental debe estar relacionada con las propiedades físicas del tejido cerebral. De hecho, si supiéramos más de lo que sabemos, comprobaríamos que los planteamientos físicos y psicológicos son, simplemente, maneras diferentes de decir la misma cosa. El antiguo problema de la dependencia del espíritu respecto al cerebro, o del cerebro respecto al espíritu, queda así reducido a una conveniencia lingüística. En los casos en que sepamos más del cerebro, será conveniente considerar que el espíritu depende de él; pero, en los casos en que sepamos más del espíritu, será conveniente que consideremos dependiente al cerebro. En cualquiera de los dos, los hechos esenciales son los mismos y la diferencia sólo consiste en el grado de nuestro conocimiento.


Si lo que acabamos de decir es justo, no creo que se pueda afirmar, de modo absoluto, que no puede existir ningún espíritu descorporizado. Existiría espíritu descor-porizado si existiesen grupos de acontecimientos conectados según las leyes de la psicología y no según las leyes de la física. Estamos dispuestos a creer que la materia muerta consiste en grupos de acontecimientos ordenados según las leyes de la física, y no según las leyes de la psicología. Y no aparece ninguna razón a priori para que no ocurra lo contrario. Podemos decir que no tenemos ninguna prueba empírica de ello, pero no podemos decir nada más.


La experiencia me ha demostrado que la teoría que he intentado establecer es muy susceptible de ser mal entendida por la gente, y mal interpretada, llega a ser absurda. Por lo tanto, resumiré sus puntos principales, con la esperanza de que, gracias a la nueva expresión, se haga menos oscura.


Primero: el mundo está compuesto de acontecimientos, no de cosas con estados cambiantes, o mejor aún, todo lo que tenemos derecho a decir acerca del mundo puede decirse en el supuesto de que únicamente hay acontecimientos y no cosas. Las cosas, como algo opuesto a los acontecimientos, constituyen una hipótesis innecesaria. Esta parte de lo que yo tengo que decir no es exactamente nueva, puesto que fue ya dicha por Heráclito. Pero su concepción molestaba a Platón y, por consiguiente, desde entonces ha sido considerada siempre no muy favorablemente. En estos tiempos democráticos, esta consideración no debe espantarnos. Si adoptamos la concepción de Heráclito, se disuelven dos clases de supuestas entidades: por un lado, las personas y, por otro, los objetos materiales. La gramática sugiere que usted y yo somos entidades, más o menos permanentes, con estados que cambian; pero las entidades permanentes son innecesarias y los estados que cambian bastan para decir todo lo que sabemos acerca de la materia. Lo mismo, exactamente, se puede decir de los objetos físico. Si usted entra en una panadería y compra una barra de pan, cree que ha comprado una «cosa» que puede llevarse a su casa. Lo que usted ha comprado, de hecho, es una serie de acontecimientos, encadenados entre sí por determinadas leyes causales.


Segundo: los objetos sensibles de la experiencia inmediata, es decir, lo que vemos cuando vemos sillas, mesas, el sol, la luna, etc., forma parte de nuestros espíritus y no constituye ni la totalidad ni una parte de los objetos físicos que creemos estar viendo. Esta parte de lo que digo tampoco es nueva. Procede de Berkeley, con el refuerzo de Hume. Los argumentos que yo utilizaría en mi razonamiento, sin embargo, no son exactamente los de Berkeley. Yo haría observar que, si cierto número de personas miran a un solo objeto desde diferentes puntos de vista, sus impresiones visuales difieren según las leyes de la perspectiva y según la forma en que influya la luz. Por lo tanto, ninguna de las impresiones visuales es aquella «cosa» neutral que todos creen estar viendo. Yo diría, también, que la física nos lleva a creer en cadenas causales, que parten de los objetos y van a parar a los órganos de nuestros sentidos, y que sería muy extraño que el último eslabón de esta cadena causal fuera exactamente igual que el primero.


Tercero: admitiría que puede no existir un mundo físico distinto de mis experiencias, pero haría observar que si las inferencias que conducen a la materia son rechazadas, yo debería también rechazar las inferencias que me llevan a creer en mi propio pasado mental. Diría, además, que nadie se niega a admitir sinceramente las creencias que sólo semejantes inferencias pueden justificar. Por consiguiente, decidiría que existen acontecimientos que no experimento, aunque puedan inferirse algunas cosas, sobre algunos de ellos, gracias a los que sí experimento. Fuera de los casos en que se trate de fenómenos mentales, las inferencias que puedo hacer, en cuanto a las causas externas de mi experiencia, se refieren sólo a la estructura, no a la cualidad. Las inferencias que están garantizadas son las que pueden encontrarse en la física teórica; son abstractas y matemáticas y no ofrecen ninguna indicación, en absoluto, acerca del carácter intrínseco de los objetos físicos.

Víctor-Salmerón-filósofo

Cuarto: Si se acepta lo que precede, hay que concluir que existen dos clases de espacio; una de ellas, la clase de espacio que se conoce por medio de la experiencia, especialmente dentro de mi campo visual, y la otra, la clase de espacio que tiene lugar en la física, que sólo se conoce por inferencia y que es configurado por leyes causales. El no distinguir estos dos tipos de espacio es el origen de muchas confusiones. Volveré otra vez al caso del fisiólogo que está examinando el cerebro de otra persona. El sentido común supone que él ve aquel cerebro y que lo que ve es materia. Como lo que ve es, evidentemente, algo completamente diferente de lo que está pensando el paciente que examina, la gente concluye que espíritu y materia son cosas completamente diferentes también. La materia es lo que el fisiólogo ve; el espíritu es lo que el paciente piensa. Pero, si yo estoy en lo cierto, todo ese complejo de ideas es una maraña de confusión. Lo que el fisiólogo ve, si con ello queremos dar a entender lo que experimenta, es un acontecimiento de su propio espíritu, que sólo guarda una complicada conexión causal con el cerebro que se imagina estar viendo. Esto resulta evidente en cuanto pensamos en la física. En el cerebro que cree estar viendo, existen transiciones cuánticas. Esto produce una emisión de fotones; los fotones se desplazan por el espacio intermedio y chocan con el ojo del fisiólogo. Entonces ocasionan efectos complejos en los bastoncillos y en los conos y una conmoción que se desplaza, por el nervio óptico, hasta el cerebro. Cuando esta conmoción alcanza el cerebro, el fisiólogo experimenta lo que se llama «ver el cerebro del otro hombre». Si algo interrumpe la cadena causal, como, por ejemplo, que el cerebro del otro hombre esté en la oscuridad, que el fisiólogo tenga los ojos cerrados, que el fisiólogo sea ciego o que tenga una bala en el centro óptico de su cerebro, no experimentará lo que se llama «ver el cerebro del otro hombre». Tampoco tiene lugar el fenómeno en el mismo tiempo en que él cree verlo. Tratándose de objetos terrestres, la diferencia de tiempo es desdeñable; pero, si se trata de objetos celestes, puede ser muy grande, incluso de muchos millones de años. La relación que existe entre una experiencia visual y el objeto físico que el sentido común cree estar viendo es, por tanto, indirecta y causal, y no existe ninguna razón para suponer que se dé la gran similitud que encuentra entre ellos el sentido común. Todo esto está relacionado con las dos clases de espacio de que yo hablaba hace un momento. He horrorizado a todos los filósofos al decir que sus pensamientos estaban en sus cabezas. Todos, a una voz, me han asegurado que no tenían ningún pensamiento, en absoluto, en sus cabezas, aunque la cortesía me prohibe aceptar esa categórica afirmación. Pero tal vez sea conveniente explicar exactamente lo que quiero decir, pues la afirmación es díptica. Planteado estrictamente, lo que quiero decir es lo siguiente: el espacio físico, a diferencia del espacio de la percepción, se basa en la contigüidad causal. Las contigüidades causales de las percepciones sensoriales se establecen con los estímulos físicos que las preceden inmediatamente y con las reacciones físicas que las siguen inmediatamente. La localiza-ción precisa en el espacio físico no corresponde a los acontecimientos aislados, sino a grupos de acontecimientos tales que la física los consideraría como un estado momentáneo de un trozo de materia, si se permitiera hablar en un lenguaje tan superado. Un pensamiento es uno de un grupo de acontecimientos tal que puede pasar, para propósitos físicos, como una región del cerebro. Decir que un pensamiento está en el cerebro es decir, abreviadamente, lo que sigue: un pensamiento es un elemento de un grupo de acontecimientos comprimidos, grupo que es una región del cerebro. No estoy insinuando que los pensamientos estén en él espacio psicológico, excepto en el caso de las impresiones sensoriales (si pueden ser llamadas «pensamientos»).


Quinto: un trozo de materia consiste en un grupo de acontecimientos conectados por leyes causales, las leyes causales de la física. Un espíritu es un grupo de acontecimientos conectados por leyes causales, las leyes causales de la psicología. Un acontecimiento no es ni mental ni material, como consecuencia de ninguna cualidad intrínseca, sino sólo por sus relaciones causales. Es perfectamente posible que un acontecimiento participe, a la vez, de las relaciones causales características de la física y de las características de la psicología. En ese caso, el acontecimiento es tanto material como mental. Para ello, no existe más dificultad que la que existe para que un hombre sea, a la vez, panadero y padre. Puesto que no sabemos nada acerca de la cualidad intrínseca de los acontecimientos físicos, excepto cuando son acontecimientos mentales que experimentamos directamente, no podemos decir, ni que el mundo físico, exterior a nuestras cabezas, es diferente del mundo mental, ni que no lo es. Los supuestos problemas de las relaciones entre espíritu y materia aparecen sólo por considerarlos erróneamente como «cosas», no como grupos de acontecimientos. Con la teoría que yo propongo, el problema, en su conjunto, desaparece.


A favor de la teoría por la que abogo, lo más importante que se puede decir es que disipa un misterio. Los misterios son siempre fastidiosos y se deben, por lo general, a la carencia de un análisis claro. Las relaciones entre el espíritu y la materia han dejado perpleja a la gente durante mucho tiempo, pero, si tengo razón, no tienen por qué seguir intrigando ya a nadie más”.

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