lunes, 15 de diciembre de 2025

Sentido común y hegemonía

 

Fotografía artística en blanco y negro, estilo cinematográfico, de una ciudad urbana. Una persona de espaldas, ligeramente encorvada, mirando edificios altos y grises. La escena transmite cansancio, dignidad y reflexión, no miseria explícita. Luz suave, contraste medio, atmósfera melancólica pero sobria. Estética minimalista, realista, profunda. Sin texto, sin logos, sin marcas. Formato horizontal, ideal para encabezado de blog.


Hay una mentira que se repite con tal insistencia que termina empotrada en el sentido común: que si uno trabaja duro, si se esfuerza, si “le echa ganas”, tarde o temprano todo mejorará. Pero basta levantar la vista y mirar alrededor con un mínimo de honestidad para descubrir algo inquietante: la mayoría trabaja, obedece y soporta… y, aun así, apenas logra sobrevivir; no hay modo de acumular siquiera lo más elemental. 

Se debe afirmar que esto no se trata de una simple falla accidental. No, de ningún modo, el sistema no está roto o defectuoso. Funciona exactamente como fue diseñado: produciendo riqueza para unos pocos y desgaste físico y moral para la mayoría; normalizando la precariedad como si fuera una etapa transitoria, cuando en realidad es estructural; culpando al individuo para que nunca se mire el mecanismo, sus pies de barro, que lo sostiene. 


Por eso el discurso dominante insiste tanto en la motivación personal y tan poco en las condiciones materiales. Porque si el problema es uno, es decir, nuestra actitud, mentalidad y disciplina, entonces el sistema queda a salvo de toda crítica.


Gramsci lo llamó hegemonía: cuando las ideas de los dominantes se convierten en el sentido común de todos. Hoy esa hegemonía se expresa en frases simples, casi infantiles: “el que quiere puede”, “nadie te debe nada”,“si estás mal es porque no te esforzaste lo suficiente”. La crueldad de este discurso no está en su tono, sino en su función. Sirve para que millones de personas interioricen la culpa de una estructura que no controlan y para que el cansancio se viva como fracaso moral y no como consecuencia política. 


Este sistema inicuo obliga a hombres y mujeres a degradarse, espiritual y físicamente, mientras unos pocos acumulan no solo capital material, sino también capital moral: la falsa superioridad de quienes confunden privilegio con mérito. El idealismo insiste en que cerremos los ojos ante las ventajas que el sistema concede desde el nacimiento: el origen socioeconómico, las redes de contacto, la educación de élite, la salud privilegiada, y aquellos rasgos físicos o psicológicos que la estructura valora y recompensa por encima de todo.


Trabajar sin descanso, obedecer sin cuestionar y callar frente a las injusticias ya no garantizan ni dignidad, ni estabilidad, ni seguridad; y, sin embargo, se nos sigue exigiendo exactamente eso, como si la sumisión y la fatiga fueran virtudes universales.

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