lunes, 25 de septiembre de 2023

No vi nada


A pesar de su avanzada edad, hasta donde yo sé, mi abuela no ha experimentado ningún deterioro cognitivo en los últimos años ni ha mostrado signos visibles de enfermedad mental. La vi en el desayuno. No sabía que vendría hoy. Sin embargo, me hizo un comentario un tanto extraño, por eso mi desconcierto de esta mañana. No estoy seguro de su edad exacta; mi papá, mi mamá y los nietos que viven con ella conocen bien el dato, pero por mi parte nunca me he sentido inclinado a preguntarle.

También hay otras cosas de las que carezco de certeza. Por ejemplo, desconozco las medidas exactas de mi casa, ya que la mayoría del tiempo la paso en mi habitación leyendo o escuchando la radio. La idea de que se le terminarán pronto las baterías me ha quitado el gusto de tal actividad más de una vez. Mi cuarto es pequeño en comparación con el de mis padres, generalmente no más grande que 3x4 metros, pero no estoy seguro. Las paredes son de ladrillos de barro y parecen ser las más tristes del mundo. Siento como si les brotaran lágrimas, pero es cemento; los albañiles al parecer no fueron muy delicados a la hora de construirlas. ¿Qué se puede esperar de ese gañán de Osmin y su gentuza, esos albañiles de pacotilla? Parecen demasiado cansadas y desgastadas, y necesitan una capa de pintura.

En mi cuarto, la sencillez, no la vulgaridad, es la norma. Qué saturada se ve mi modesta mesita; cuántas veces me he sumergido en mis estudios allí. Rodeada de libros antiguos con páginas amarillentas y cuadernos desgastados por el uso constante, parece una pintura hecha por un artista profesional. Una cómoda, más bien improvisada, almacena algunas de mis pertenencias. Un calendario, que ha perdido su vigencia, cuelga descuidado en una de las paredes, mientras un crucifijo adorna otra. Mi fiel taburete, siempre listo para ofrecer su apoyo, y mis dos pares de zapatillas descansan bajo la cama, ocultos de miradas curiosas. Aquí no hay energía eléctrica, pero gracias a las súplicas que le hice a mi padre, me consiguió un candil carretero, al que amo y que está entre mis posesiones más preciadas.


Mi casa no tiene ventanas; el cuarto de mis padres y el de mi hermana pequeña tampoco las tienen, solo el mío se ve agraciado con una ventana. Mi padre se dejó embaucar por Osmin, que desconocía dicho arte, y le construyó una casa sin ellas, y mi tío, Roberto, le siguió el ejemplo. Desde la comodidad de mi cama, que no es grande, de hecho, no creo que  mida más de 39x80, disfruto del mejor descanso, sin embargo, no puedo afirmar con absoluta certeza que esa sea su verdadera medida. Este pequeño espacio se siente digno y solo le es lícito habitar una deidad de la literatura. Desde aquí, puedo dominar la majestuosidad del volcán Chichontepec de San Vicente, sus dos tetas, que parecen hechas por manos torpes e inexpertas, se alzan ante mis ojos. "Danos tu leche, oh madre benevolente, tus hijos lo necesitan", digo en mi mente mientras mis ojos se posan en el sombrero informe de nubes que se aglomera en sus cumbres. Además, tengo una vista privilegiada que abarca un vasto panorama, incluyendo la calle que conduce a la ciudad. En ocasiones, me pregunto si la mujer que cruza todos los días a esta hora por esa calle, perdiéndose a mi vista en el horizonte, es doña Ramona; creo que es ella. Sí, es ella. Lleva una sombrilla adornada con pequeñas pelotitas negras. Es difícil olvidarla, sobre todo porque fue la misma que no pudo ver a San Francisco del arbolito en el nicho de madera durante aquella ocasión. Aún recuerdo esa historia. 


San Francisco del Arbolito es un santo bastante peculiar. Se dice que un agricultor lo encontró mientras araba la tierra para sembrar maíz. Estaba dentro de una caja de fósforos vacía, y dicen que era más pequeño que la longitud en posición vertical de un palillo de fósforo. El campesino, mientras trabajaba bajo el inclemente sol del mediodía, notó la pequeña caja de fósforos. La recogió y decidió revisar su interior, dándose cuenta de que dentro de ella había un pequeño santito. Esta extraña figura le llamó poderosamente la atención, así que lo metió en uno de sus sucios bolsillos de su pantalón. Cuando llegó a su hogar, una humilde casa de bajareque, lo limpió cuidadosamente y lo colocó en un lugar seguro. Al día siguiente, cuando se fue a trabajar, descubrió de nuevo al santo en la caja de fósforos. A partir de ese momento, determinó que era una señal divina y comenzó la construcción de una ermita en ese lugar, difundiendo el milagro a diestra y siniestra. Dicen que incluso un cardenal, que en ese tiempo era un curita de cuarta, lo fue a visitar. La gente comenzó a aglomerarse allí y a pedir milagros. En poco tiempo, Maximiliano Pérez, así me dijeron que se llama, acumuló una gran riqueza. Aquellos que no podían permitirse pagar para solicitar milagros al santo ofrecían en su lugar animales, granos básicos, joyas de oro, bronce, plata y cualquier objeto de valor. Desde entonces, este santo ha estado en manos de la familia Pérez, que hoy en día es muy próspera económicamente. Aunque los feligreses solicitan llevar el santo a sus casas, esto tiene un precio. Sin embargo, se dice que nunca dejan salir al santo de su casa, solo mandan el nicho. Para justificar esto, argumentan que el santo es invisible y solo aquellos que tienen fe logran verlo. Cuando tenía apenas seis años, fui a un rosario con mi abuela, no recuerdo en la casa de quién, allí estaría el santo milagroso. También invitaron a Ramona, la esposa de Cirilo Contreras, —quien debido a la magnitud de su pobreza tuvo que emigrar a los Estados Unidos—, a visitar a San Francisco del arbolito. La mayoría de los presentes aseguraba, sin bajar la mirada, que eran capaces de ver al santo. Sin embargo, tal como presenciamos todos los allí presentes, ella fue incapaz de ver absolutamente nada. Por más que escudriñó dentro del nicho y por más posturas corporales que adoptó, no le fue permitido ver nada. Incluso llegó a rozar su nariz con el nicho, lo que provocó risas entre los niños y miradas de contención entre los adultos. En su desesperación, pidió a uno de los presentes que le trajera una lámpara potente, pero resultó en vano. 

—En el nicho no hay nada —declaró con tristeza. —¿Cómo es posible que todos ustedes puedan ver al santo y yo no? Lo siento. No puedo. Debería marcharme de aquí. La mujer se retiró con tristeza y vergüenza, mientras los presentes la observaban con cierto desdén. 

—Si yo fuera su marido —comentó una señora con forma de croissant que necesitaba dos bancas para sentarse—, me sentiría celosa. Es un hecho. Solo aquellos que tienen fe y están en gracia con Dios,  los limpios y libres de pecado mortal, pueden ver a nuestro San Francisco del arbolito. Por eso no es sorprendente que solo los niños, los ancianos y las personas sumamente santas tengan el privilegio de verlo. Muchos niños se acercaban al nicho y salían corriendo en desbandada a contarle a sus padres que habían visto al santo. Cada uno daba una descripción distinta de él, pero al menos podían verlo. Yo me acerqué cuidadosamente al orificio del nicho. Cuando volví al banco de madera de quebracho en el que estaba sentada, mi abuela me dijo: 

—¿Qué viste? Yo le respondí: —No vi nada. 

—No te preocupes, hijo —me dijo mi abuela—. En un tiempo yo tampoco podía verlo, pero le pedí a nuestro Señor, entre sollozos y súplicas, la licencia para poder verlo, y ahora puedo verlo perfectamente. Algún día tú también lo harás. Es obvio que mi abuela nunca difundió esa historia, de lo contrario, hubiera sido la comidilla del caserío.


A veces, y no me avergüenza admitirlo, incluso olvido mi propia edad, el día y el año en el que estamos.  Sin embargo, tengo la fuerte impresión de que está rozando peligrosamente los 80 años. A pesar de estas circunstancias, está muy lúcida y posee una asombrosa memoria, diría yo, fotográfica. En mi hogar, es la única capaz de recitar de memoria el rosario con todas las letanías y las oraciones correspondientes. Recordar nombres, direcciones, citas bíblicas, datos variados y toda clase de información le es muy fácil, y evocarlos perfectamente cuando se le solicita no representa para ella ningún desafío. En comparación con la suya, mi memoria es bastante deficiente. La mayoría de sus amigas de la iglesia sufren, como es habitual en personas de avanzada edad, de olvidos desde inofensivos hasta peligrosos. 


Cuando voy a buscar a mi amigo Omar para hacer tareas, Lucía, comadre de mi abuela, lo llama diciendo: "¡Julio, Pedro, Francisco, Marcelo!" (los nombres de sus hijos) "¡Vos, cipote de mierda, te está llamando Viman!" Todos en la colonia me conocen por ese sobrenombre. Cristina, la catequista de la parroquia El Pilar, por mencionar un caso, le puso azúcar, pensando que era sal, a las habichuelas la última vez, y Virgilio Molina, su esposo, muy encolerizado, le hizo todo tipo de reproches a gritos, con tanta vehemencia y desborde de emociones negativas, que la hizo llorar. Supe de esto debido a una conversación que mantuvieron ambas en la cocina mientras yo me comía una salpores de arroz hecha por mi madre. Esta historia debió haber generado en mí algún tipo de simpatía por ella; sin embargo, me produjo un enorme deseo de reír, así que fui a mi cuarto y dejé salir una gran carcajada. Luego volví, como si nada, a lavar el plato y la taza.


Cristina, —que parece estar en estado de ayuno permanente, sostenía su hombro derecho en la pared al mismo tiempo que se tocaba la falda floreada, con la que siempre la veo en cualquier sitio donde tengo el infortunio de toparme con ella—, le dijo a mi abuela: 

—Galán, usted, hermana Mirna, que no padece de olvido. Yo, desde hace mucho tiempo, estoy sufriendo bastante de ese mal, pero así lo quiere Dios, ¿qué podemos hacer nosotros, seres insignificantes, para cuestionar sus insondables designios?—

En ocasiones, cuando cierro los ojos, veo a Cristina con su rostro cuadrado y huesudo, su frente redonda, su nariz en forma de silla de montar y sus ojos negros y prominentes. Sus ojos abultados eran mi mayor aliciente para terminar rápido la doctrina y hacer la primera comunión. Cuando era niño, le tenía un terror espantoso, pero ahora ese sentimiento se ha convertido en una repugnancia generalizada. ¿Se habrá vuelto loca mi abuela? Con base en lo dicho, no lo creo. Debe existir alguna explicación lógica para esto. Me urge determinar la causa exacta de su extraño comportamiento en estos últimos días. Supongo que debe tener alguna relación con los eventos acaecidos anoche. Aunque mis recuerdos de esos eventos son bastante tenues, son lo suficientemente claros como para poder ofrecer, con un poco de esfuerzo, una descripción más o menos precisa y fiable de lo que sucedió.


La verdad es que así fue. Anoche, se llevaron un gran susto mis padres y también mi hermanita de cinco años, pero no recuerdo con precisión lo que sucedió, ya que el miedo y la ansiedad casi me dejan en estado de inconsciencia. La noche anterior, mientras leía "El Castillo" de Franz Kafka, no había pegado un ojo en toda la noche. Me cautivó de una manera tal la trama, el personaje K, los diálogos y en general el clima del libro, que me olvidé por completo de todo a mi alrededor. Como quería ahorrar gas, apagué el candil carretero y encendí una vela como a las cuatro de la mañana. Eran alrededor de las siete de la mañana y yo seguía leyendo como un tren sin destino aparente, pero entonces me llamaron para desayunar. Como resultado, anoche, el cansancio me venció antes de las 10:30 pm. Durante mis vacaciones, aprovecho al máximo estos días para leer lo que realmente me apasiona. Es enojoso y  un tanto frustrante, pero en la universidad, uno está obligado a estudiar lo que los profesores imponen, y siento que no disfruto tanto. Aquí, por el contrario, puedo dar rienda suelta a mis apetitos literarios y filosóficos.


Parecía una noche como cualquier otra, mi padre, según me enteré después por boca  de mi abuela, estaba, de pie, escuchando un programa deportivo en la YSKL y mi mamá estaba sentada en una silla plástica de color blanco con mi hermana sentada  en sus piernas. Y esta dormida. Los intrusos forzaron la puerta para entrar en la casa. De repente, escuché el fuerte golpe en la puerta y di un salto; estaba parado en medio de mi cuarto, en la oscuridad, pues ya había apagado el  viejo candil carretero que me proporcionaba luz. Ese sonido me hizo recordar a un trueno que cayó cerca de mi casa cuando era niño, y me asusté tanto que comencé a llorar. Naturalmente, nadie se enteró de mi miedo en ese momento, pero esta vez era diferente. Me quedé completamente inmóvil sin emitir un solo sonido. Me asustaba la idea de que aquel tropel de caballos en mi pecho pudiera alertar a los hombres de qué había alguien en la habitación. Cuando escuché a los intrusos hablar, me di cuenta de que eran los soldados. Es posible que el muy malandro de Arnulfo haya acusado falsamente a mi padre. Siempre le ha tenido envidia debido a que mi padre ha tenido éxito como agricultor y ganadero. Mientras el número de reses en los establos de mi papá se incrementa, el suyo disminuye.  En ese momento, me invadió una sensación de confusión y miedo.


—Ustedes colaboran con el enemigo —dijo, mientras otro amenazaba y vociferaba toda suerte de insultos—:

—Suelten la sopa ahora, cabrones, o sabrán lo que les hacemos a los lengua largas como ustedes.

Mi padre, en un intento desesperado por aclarar la situación, respondió:

—Señores, ha habido un malentendido aquí. Nosotros somos personas de fe y no nos involucramos en política ni en ningún bando.


—No serás tú uno de esos catequistas que, motivados por la teología de la liberación, colaboran con el enemigo —preguntó uno de los soldados mientras mi padre intentaba justificar que éramos inocentes. De repente, escuché varios disparos. Un escalofrío helado recorrió mi cuerpo, mis manos se volvieron frías; no sé cómo, pero ya me encontraba debajo de mi cama. Acto seguido, me aferré fuertemente con mis dedos a los cordeles de la cama, y metí mis dos dedos gordos igualmente en los cordeles, parecía una araña que cuelga sobre sus telas, quedando en una posición que me permitió ocultarme con éxito de esos hombres. Es posible que haya sufrido un ataque de pánico, mi juicio se eclipsó completamente, había perdido por completo el dominio de mi mandíbula,  mientras estaba colgado como una araña, como un ácaro o garrapata en la piel de una vaca. El hombre seguía disparando como loco; yo solo esperaba lo peor, pero me alegró un poco escuchar que los disparos parecían dirigirse hacia el techo, ya que se escuchaba que caían trozos de teja, que se rompían en varios pedazos, en la cerámica de la sala, pero el miedo aún persistía.


No estoy seguro, porque mis recuerdos son un tanto difusos, pero uno de los hombres comentó: —Debemos marcharnos ya, esta gente es inocente —pero el otro insistió en que debían asegurarse de hacer bien su trabajo y no dejar cabos sueltos. —Estoy seguro de que no te gustaría tener piedras en los zapatos en el futuro —dijo el hombre que habló durante más tiempo. Escuché el retumbar de sus botas por toda la casa mientras iluminaban el suelo con sus grandes lámparas. Finalmente, uno de ellos concluyó: —Aquí no hay nada. Debemos marcharnos. Mis padres debían estar aterrorizados. De alguna manera, me sentía culpable por no haber sido capaz de salir de mi cuarto y hacer algo más, aunque en realidad, ¿qué podría haber hecho yo en esa situación? Cuando los hombres salieron, salí como loco de mi cuarto, el silencio era mortal, mi papá seguía leyendo un poco intranquilo la biblia y mi mamá se llevó a mi hermanita a dormirla en su cuarto, pues estaba asustada y gimoteando. Ninguno dijo nada. Me dio vergüenza y me fui a dormir de nuevo. Esta mañana me pareció como si el episodio había sido olvidado por ellos completamente.


¡Qué normal me pareció todo esta mañana! ¡Qué tranquilidad había en esta casa! ¡Qué normalidad se respiraba, se miraba y se sentía! Hoy, en la mañana, todos en la casa parecían felices: a mi madre la vi alistando su vestido favorito. Es largo hasta los tobillos, de color ocre y escotado. Solo se lo pone para días especiales, como la vez que hice mi primera comunión y para la celebración del fin de año. El gato barcino estuvo a la par de la hornilla, mirando con optimismo hacia el horizonte; el gallo se paseaba como si estuviera modelando frente a cámaras, y el perro movía su pedazo de cola mal amputada. Y sí, esa cucaracha en la sopa, la guerra, no ha podido quitarnos la sonrisa de la cara ni el brillo de optimismo de nuestros ojos.


Pero de qué habla mi abuela. Allí está mi madre. Ella parece tener una extraordinaria ligereza en los pies; en ocasiones, da la impresión de que no camina, sino que corre, e incluso en algunas instancias parece volar. A veces, este pensamiento me llena de un espantoso temor, miedo a que pueda tropezar con algún objeto y lastimarse. Yo la amo como a nadie y me dolería demasiado. En ocasiones, la observo en su habitación, peinando a mi hermanita; en la sala, recitando las vísperas y las completas con mi padre; en la cocina, guardando las comidas y lavando los últimos platos que quedan en la pila; e incluso en el patio, yendo a toda prisa hacia la calle que lleva a San Vicente. Ya me he acostumbrado, pero alguien despistado que tuviera la oportunidad de vivir bajo el mismo techo juraría que mi madre posee el don de la bilocación, la bendita habilidad de estar en múltiples lugares simultáneamente, ya que se mueve con gran rapidez y sigilo. En este momento, por ejemplo, puedo verla desde mi ventana; está en el patio con mi hermanita mientras ella inocentemente intenta atrapar mariposas, pero estas se pierden entre los jícaros del vecino, Mi madre, sentada en una silla de plástico de color azul, la observa con una expresión de admiración y ternura. Me parece un sueño, ¿no es así? Allí están ellas; qué cerca las tengo. Ahora me llama, pero yo le muestro mi libro. Estoy leyendo y no quiero interrumpir este momento. Prefiero disfrutar de la escena desde aquí. —Basta, Viman, no seas cobarde. ¿Por qué no vas con ellas y les dices cuánto las adoras? Dile a tu madre que la amas, que es lo mejor que tienes en la vida. Pero me da vergüenza, no quiero ir; otro día se lo diré. —Y sigo sumergiéndome en mi lectura. Por otro lado, mi padre, no necesito ir a confirmarlo, se encuentra en una pequeña silla de cuerdas plásticas, concentrado en su lectura y preparando un tema que expondrá la próxima semana en el retiro. Si no estoy equivocado, el evento se llevará a cabo en la parroquia El Pilar, y él será el primero en presentar. Dedica muchas horas a estudiar, ya que se toma muy en serio su labor como predicador. ¿De dónde habrá sacado mi abuela la extraña teoría de que mis padres murieron en manos de los soldados anoche y que, en vez de ser anoche, han pasado ya seis meses, y yo sigo viviendo en el mismo día en completa negación? Qué desvaríos son estos. La verdad es que me preocupo por ella.

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