Es, de hecho, uno de los relatos más violentos de la historia humana, precisamente porque se presenta como verdad absoluta y universal al anular de raíz la legitimidad de todo otro relato sobre el mundo, el cuerpo, la muerte, el deseo o el sufrimiento.
Su violencia no es sólo física o histórica (aunque lo ha sido), sino más profunda: es violencia ontológica y hermenéutica. Porque el cristianismo no tolera la coexistencia de otros sentidos del ser, sino que los subordina, los moraliza o los demoniza.
Todo lo que no se ajusta a su relato salvífico, redentor, culpabilizador, debe ser convertido o exterminado —en el alma o en el cuerpo.
En este sentido el cristianismo no es una religión del amor; es una maquinaria narrativa que ha colonizado la interpretación de la existencia durante siglos.
En nombre de la verdad ha cometido el crimen mayor: negar la potencia de lo trágico, lo dionisíaco, lo múltiple.

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