martes, 16 de enero de 2024

Ven a vivir a los Estados Unidos

 Ven a vivir a los Estados Unidos


Oscura como una aceituna de Morazán y densa como una gema preciosa, la noche irrumpió en la tarde agonizante de diciembre, imponiendo su hegemonía y recubriendo desinteresadamente los cuantiosos defectos infraestructurales del barrio. El ejército de átomos, atrincherados en una estructura tetraédrica, se siente herido en su amor propio por la iluminación que emana de las bombillas eléctricas del corredor y del jardín. Aquí, desde el corredor, sentado en una silla plástica de color azul, observo la dialéctica de la naturaleza y la dialéctica subjetiva en la dialéctica de la naturaleza. 

Sin necesidad de alcohol, la casa se inundó de gozo. Ahora que el agua nos llega a la barbilla, digo para mí: “Qué lindo sería una muerte causada por la dicha y la alegría”; es la única que yo aceptaría. Es Nochebuena. Todo parece genuinamente saludable, tanto lo interno como lo externo; recuérdese esto: allí donde hay salud, gobierna con cetro de hierro la alegría, y la fiesta es prólogo y epílogo. Se llenó de una alegría inusual, como un vaso tozudo que no se aparta ni un solo instante del grifo, ajeno e indiferente al desborde y derroche insensato del vital líquido. ¡Qué distinta me parece la noche! La veo limpia, digna, brillante y de mejillas rojizas como una manzana. ¡Quisiera comerla! Pero los sándwiches, el Rompope, la ensalada de frutas y los tamales que está preparando mi madre me apetecen con mayor intensidad. 

Incluso el danzar de los árboles, visible gracias a la iluminación que proporcionan los focos, que usualmente me sabe a común y ordinario, me parece ahora sublime y celestial; las cosas esenciales y ordinarias han adquirido otro aspecto y se presentan con un aire auténticamente señorial. Esto es verdad, y no hay sitio aquí para cuchilladas dialécticas. Las viejas sillas y los taburetes, al menos en este instante y en esta noche, son irrefutablemente tronos. Las mesas, bajo los manteles bordados a mano con textos bíblicos, cruces, rosas, cálices, hostias, imágenes de Cristo y de la Virgen María, exultan de alegría. Todo parece más suntuoso, y las ropas han devenido nobles. Antes de las siete de la noche, una constelación de alboradas se desató, como un toro de Miura, por todo el barrio.

En donde hay movimiento, hay vida. En este momento, la muerte ha perdido su dominio, "oh muerte, ¿dónde está tu aguijón? Oh sepulcro, ¿dónde está tu victoria?" (1 Corintios 15:55) todo parece estar en movimiento y la quietud es algo indecente en esta noche. Quizá por eso me vean a mí como un indecente. 

Los niños corren y saltan con agilidad sorprendente por los corredores de la casa y el patio, con energía desbordante, dando vueltas y revoloteando como un torbellino. Éstos niños me recuerdan a los cabros que solíamos tener. Eran tremendos. "Tío, tío", dice el hijo de mi hermano, "¿quién de nosotros es el más rápido?". "Es un empate", les digo yo. “Me preocupa que estas pobres criaturas puedan sufrir una 'caida' y romperse un hueso", dice mi abuela. "Abuela", dice uno de los niños, "en la escuela nos regañan cuando decimos esa palabra porque es incorrecta". "Seiga como seiga así lo seguiré diciendo yo, sinvergüenza descarado", le responde mi abuela. "Cada día vamos de mal en peor", dice ella. "En mis tiempos, los hijos ni siquiera podían mirar a los ojos a los padres. Había educación. Bastaba una palabra que a ellos no les agradara para que te voltearan la cara de una galleta. Yo perdí la cuenta de cuántos soplamocos me dieron cuando era niña. Ahora, hasta los nietos, malcriados y haraganes, te corrigen. Esta generación va directo al fracaso, son un bodrio", se lamenta ella.

Parece un Año Nuevo chino. Ellos utilizan petardos para ahuyentar el mal. ¿Y nosotros? El año pasado, los silbadores cobraron su saldo en dos víctimas: mi pantalón de corduroy y mi camisa guayabera blanca. Por el pantalón gris no sufrí tanto, pero lo que sí me dolió como una espina de izcanal en pie descalzo fueron los ampulosos agujeros en mi camisa. Quería llorar; en esa época, era demasiado machista. 

Mi incomparable padre, el único diácono en contacto directo con el señor arzobispo de la diócesis, me regaló tanto la camisa como el pantalón. Este regalo tuvo lugar en mi cumpleaños, el 27 de diciembre, coincidiendo con la celebración del apóstol San Juan Evangelista, el discípulo amado de Cristo. “Te la regalo porque los intelectuales, por ley, deben usar estas camisas”, dijo mientras me apretujaba contra su pecho con sus dos manos primitivas". 

Cabe destacar que este arzobispo, venerado por las guardias del santísimo y repudiado y parodiado por los guerrilleros, ostenta una predilección sumamente específica por las vísceras de gallinas no castradas. A su juicio, las gallinas castradas son impuras, y su médico de cabecera le ha recomendado exclusivamente las aves que no han conocido al gallo. El supremo deleite, en particular, lo halla en la molleja, como si fuese el manjar más sagrado, y sostiene que el resto del ave es poco más que desperdicio. Al entrar en contacto con su aroma, se eleva, como un Cristo ascendiendo al cielo, a las cumbres más exquisitas de la gastronomía divina. 

Nunca se borrará de mi memoria aquella imagen del arzobispo con los ojos torcidos, extasiado por un placer infinito e incomprensible, cuando probó la ensalada de mollejas que mi mamá le sirvió en un almuerzo de verano después de una misa patronal. Mi hermanita menor las odia pues según ella saben “a mierda de gallina”. En la mañana de ese día, antes de que apareciera el líder religioso, a Hilda, mi madre, casi le da un infarto, pues estuve a un ápice de tirar las mollejas a los perros hambrientos y huesudos, pensando que eran un desperdicio. "Si se las hubieras tirado a los perros, ¿cómo recibiría yo al señor arzobispo, hijo? Ten más cuidado", dijo mi madre. ¡Vaya, cuántas gallinas jovencitas sacrificadas para alimentar tan noble y virtuoso apetito del honorable arzobispo!

Este año, en casa, tratamos en vano de prohibir el uso de fuegos pirotécnicos después de aquel incidente. Mi abuela también se vio afectada negativamente por la pirotecnia. En la celebración del año pasado, un silbador insubordinado decidió tomar un camino diferente al previsto por mi hermano. A toda velocidad, recorrió el corredor, se introdujo de mojado en la cocina y se paseó por la sala como un turista inglés, atravesando la falda floreada y el fustán (enagua) de abuela, incluso dicen que alcanzó la pantaleta, para finalmente estallar en una de las paredes de la casa con un estruendo de guerra. A raíz de este suceso, este año solo se prohibió el uso del silbador. Pero estoy casi seguro de que mis primos y mi hermano debieron haberlos adquirido a escondidas.

Los cohetes explotan por todas partes y el silencio, como los perros, brilla por su ausencia en esta fiesta. Apenas comenzó el chisporroteo, mi perro Zacary Taylor se refugió debajo de mi silla, temblando como un cobarde. Al acariciarle la cabeza, parece calmarse. El flaco galgo, James K, el más sinvergüenza de todos los perros que tenemos, está resguardado debajo de la cama; seguramente no lo veré hasta mañana. Su nombre está indeleblemente vinculado al momento en que de un zarpazo le arrebató la tilapia del plato de abuela y se la engulló en un tiempo récord asombroso. 

Me es imposible evitar asociar su nombre con este suceso. Ella, con una aureola estoica, se limitó a decir: “No lo culpo, es el hambre”. Las parrandas no se quedan atrás en estatura. Las cumbias y los vallenatos colombianos, las bachatas dominicanas y las rancheras mexicanas guerrean por imponerse en el aire, sin importar la contaminación acústica que dejen a su paso. La Chanchona de Arcadio también tiene su público en este barrio. No puedo negarlo, estoy feliz. Compartir con mi familia, amigos y conocidos me saca un poco de mí mismo. He cavado y ampliado mi conciencia demasiado; perfectamente podría instalarse sin mayor dificultad una camada de portaaviones de guerra.

Por cierto, lo que les estoy narrando no es más que el producto del recuerdo; nada de esto está ocurriendo. Cuando era niño, así se celebraba la fiesta de Navidad en mi casa. Sin embargo, en la actualidad, mi abuela murió hace más de tres años. Mi madre está sitiada, postrada, humillada y ofendida en una silla de ruedas, las que odiaba febrilmente en su juventud, víctima de un maldito artritis que no solo le ha deformado los huesos, sino que incluso ha afectado sus pensamientos. 

Es incapaz de recordar varias y hermosas cosas y vive en un letargo invernal. Mis hermanos están dispersos en diversos estados del norte y mis primos y amigos, no sé si me reconocerían si los volviera a ver. Fui a trabajar hoy, y me permitieron salir más temprano de lo usual, pero de nada sirvió porque estaba demasiado cansado cuando llegué a casa. Después de realizar la rutina diaria de las tardes, ya en cama, me dispuse a leer una novela y de repente me hundí en el océano del sueño, perdiendo el contacto con la realidad.

Lo que hago no es pesado, pero sí es un poco cansón. En mi trabajo en la farmacéutica, las máquinas rugen como bestias mecánicas, como el capitalismo o el comunismo, hambrientas de producción constante. Sus estridentes zumbidos y golpes forman una sinfonía siniestra y discordante que resuena monstruosamente por todo el lugar, sumiendo cada rincón en un caos auditivo. Sí, contaminación acústica lo llamo; sí, a ruido sin alegría me sabe. 

Cada máquina, un titán de metal y engranajes, se alimenta vorazmente de materiales químicos para dar vida a medicamentos que se despachan en cantidades masivas. En cada pastilla te estás tomando mi vida, amigo querido. Quién sea incapaz de ver el momento negativo de todo lo positivo jamás podrá ver lo positivo, vivirá constantemente en un mundo mítico donde todo surge de la nada. El ritmo constante de las máquinas, un recordatorio implacable del insensato e incesante ciclo de producción, resuena en mi mente como el latido despiadado de un demonio infernal. La atmósfera está cargada con un olor penetrante de productos químicos, como si el mismo aire se hubiera impregnado con la esencia de las formulaciones farmacéuticas. 


En este entorno, donde las máquinas operan sin cesar, mi fatiga se acentúa con cada turno. El estruendo constante se convierte en una especie de tortura acústica y sonora, transformando la jornada laboral en una experiencia asfixiante e indeseable. Cada clic, cada golpe metálico, deviene en una melodía monótona que nos conscientiza de la implacable maquinaria, fetichista, que rige nuestras vidas.


Así, entre el rugir de las máquinas y la opresiva rutina, la farmacéutica se ha transformado en un microcosmos de estrés y alienación, en la que la realidad se diluye en un constante murmullo mecánico. Y cuando llego a casa, ese letargo invernal de soledad y cansancio se apoderan de mí, me violan y me llevan a la cama, eclipsando cualquier resquicio de conexión con la realidad. Cómo no iba a dormirme esta tarde. Estaba cansado, como lo estoy de este sistema pestilente y asqueroso que se alimenta de nuestras vidas, sobre todo de las de los demás desafortunados. Estoy demasiado estresado para celebrar. Desperté hace un rato. A estas horas, cerca de las 11 de la noche, me encuentro solo, aún envuelto en el musgo del sueño del que desperté hace poco. La inspiración para relatar este escrito brota de la nostalgia que evocan esos recuerdos. Aunque pueda parecer intrascendente para otros (¿por qué iba a importarme los otros?), quiero plasmarlo en estas líneas como un testamento personal. 

Antes de sumergirme en la redacción, noté a través de mi ventana a mi vecino, sentado en las gradas de la entrada de su casa, con la mirada perdida en el piso de su corredor. Al igual que yo, parece experimentar la soledad y quizás echa de menos las festividades navideñas de su infancia en esta tierra extranjera. Puede ser eso, ¿quién sabe? Observa con intensidad el suelo de madera, y me parece que está diciendo: “Si quieres saber en qué consiste la soledad, ven a vivir a los Estados Unidos”.

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